Se lo has oído proclamar al lector: “El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo”.
Ese mandamiento es para ti un sacramento de la cercanía de Dios a tu vida. En el mandamiento, Dios se quedó a tu lado para que pudieses escuchar su voz, para que pudieses buscar humildemente a tu Señor, convertirte a él con todo el corazón y con toda el alma, dirigirte a él en el día de su favor y alegrarte en su presencia con su salvación.
El Señor tu Dios, que en el mandamiento se había hecho huésped de tu corazón y de tus labios, en su Palabra encarnada se hizo tu prójimo, samaritano compasivo de tu necesidad: Por el misterio de la encarnación, la Palabra emprendió su viaje por los caminos de la humanidad, se llegó adonde estabas tú, y al verte malherido, se compadeció de ti, se te acercó, te vendó las heridas, te cuidó, y, cuando hubo de continuar su camino, no lo hizo sin dejar a otro –a su Iglesia- el encargo de cuidarte en todo lo que necesitases.
Y el que practicó misericordia contigo por el misterio de la encarnación, se hace hoy tu prójimo en el misterio de la eucaristía: Dios más cercano a ti que el sacramento que recibes, Dios aceite y vino sobre tus heridas, Dios alianza y ternura que cubre tu desnudez y rompe tu soledad de hombre abandonado medio muerto al borde del camino.
Lo dijimos en comunión de necesidad con el Salmista: “Yo soy un pobre malherido; Dios mío, tu salvación me levante”. Y tú nos diste tu ley, palabras de vida eterna, mandamientos verdaderos, más preciosos que el oro, más dulces que la miel. Y llegada la plenitud de los tiempos, por el amor sin medida de tu amor, a tus pobres, a tus cautivos, a nosotros pequeños y pecadores, nos has entregado a tu Hijo para que fuera nuestro Salvador y nuestro Redentor, nuestro Señor y nuestro hermano.
Ahora, en comunión de misericordia contigo, Cristo Jesús, pedimos ser sacramentos creíbles de tu presencia en el camino de los pobres: que ellos reconozcan en nuestras manos las tuyas, en nuestra mirada tu ternura, en nuestra caridad tu abrazo, en nuestra debilidad la fuerza divina de tu cruz. Y pedimos también, Señor, que en ellos, en los pobres, nuestra fe te reconozca, y se apresure a ungir tu cuerpo herido, vendarlo, perfumarlo y cubrirlo de besos.
Hoy soñamos que los caminos del mundo se llenan de samaritanos compasivos. Hoy soñamos con un mundo que tú –lo digo de Cristo, de la Iglesia, de ti y de mí- haces sencillamente humano.
Feliz domingo.