¿Un futuro sin futuro?

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Estamos viviendo en un mundo de sobresaltos y miedos. Es curioso cómo se van extendiendo concepciones apocalípticas, tremebundistas, pesimistas, derrotistas,  “negacionistas”, en muchos ámbitos de la sociedad actual. Muchos autores argumentan que estamos viviendo “un cambio de época, más que una época de cambio(s)”. En el siglo pasado, alrededor de la década de los 80’, comenzó a vaticinarse  un “cambio universal de paradigma” en el mundo. Una especie de final de la Modernidad,  iniciada unos dos siglos atrás aproximadamente, con toda la transformación que se produjo en esta etapa que liquidaba (al menos aparentemente,  la Edad Antigua y la Edad Media). El ser humano ya “era otro”, con coordenadas “culturales” diferentes: había nacido el “homo hodiernus” (el “hombre moderno”). Pues bien, en las dos o tres últimas décadas del siglo XX, muchos antropólogos e intelectuales de todo tipo, comienzan a hablar de “la muerte del hombre moderno”, de una época que estaba condenada a cambiar o a transformarse  radicalmente; como darle la vuelta a un guante.  Comenzaba a hablarse de “la post-modernidad o la tardo-modernidad”; del “hombre postmoderno”.  Pues bien, este ligerísimo acercamiento a algo que es mucho más complejo y enrevesado, nos puede ayudar a entender esa especie de “cambio de paradigma, de revolución integral del ser humano globalizado”. La pandemia ha venido a hacer eclosionar esa “post-modernidad” más teórica e intelectual que visible a simple vista, ya augurada por algunos autores de finales del siglo pasado; ha sido como la espita que ha hecho explotar de golpe ese presunto “cambio de paradigma” cultural, mental, social. Dicho de otro modo: “los cambios” pre-vistos y ahora “más vistos” no eran algo segundario, tangencial, epidérmico, deducidos de una simple transformación socio-cultural, sino que era toda una época la que estaba cambiando; algo más profundo, más de fundamentos, más integral, más convulsivo, más consistente. Como un gran terremoto o un gran tsunami socio-cultural  en vez de pequeños movimientos de tierra pasajeros. No era que el mundo -y los humanos- tuvieran una simple febrícula, sino una fiebre de más de 41º. Una “cosa” más seria.

Este “estado de opinión” más universal de lo que creemos, donde el catastrofismo, las ideologías ultras de  derechas o de izquierdas  pretenden ganar sitio y colarse en las mentalidades de las gentes, llega lastrado por ese escepticismo global y globalizante: todo va muy mal, nos esperan años terribles, el cambio motivado por la electrónica, la robótica, la bioneurología, los “ciborgs”, etc. No hay lugar ya para la esperanza, ni la cristiana ni la más secular o profana; el caos reina, el mundo tiene fecha próxima de caducidad, incluso hay que buscar otro planeta de emergencia, ¿Venus? ¿la luna?. Los viejos “mitos” religiosos ya no tienen sentido: son pre-modernos y fruto de la ignorancia pre-científica;  la gente abandona credos religiosos y hasta humanistas por ser ya inservibles y no  responder ninguna pregunta humana esencial. Es una película catastrofista de ciencia ficción que se ha convertido en realidad, en verdad. El coronavirus sería una prueba palpable de ello. ¡Ha triunfado Agamenón! ¡El Mal ha derrotado al Bien!

Toda esta digresión, aparentemente innecesaria, nos debería llevar a una reflexión más profunda sobre “lo que está pasando” en nuestro mundo y sobre “un futuro que no tiene futuro”. Y en todo este nuevo universo mítico/simbólico”, aparece hoy Jesús para recordarnos que Dios no nos abandona. Que aquí también, como en otros momentos trágicos de la historia, Dios está presente. Con una presencia “especial”, extraordinaria, más allá y más acá de lo que entendemos por “presencia”. El grito de los apóstoles desde la barca a punto de naufragar en el movido Mar de Galilea al atardecer: “¡Sávanos, Señor, que perecemos”,  y esa parsimonia y falta de intervención indiferente por parte de un Jesús  despreocupado y dormido: “Mientras tanto, Jesús dormía en la popa sobre un cojín” o “Maestro, ¿es así como dejas que nos ahoguemos?”  son las mismas preguntas, reproches, desconfianzas, miedos, faltas de fe, de muchos de nosotros. Incluso, tal vez, la Iglesia más jerárquica se hace preguntas semejantes en los conciliábulos y pasillos de sus sedes episcopales: “¿qué podemos hacer?  ¿por dónde hay que navegar? ¿cómo podemos “pasar a la otra orilla”? ¿es que ya el cristianismo no tiene nada que decir al mundo de hoy que ni siquiera se hace preguntas sobre Dios? ¿cómo hablar de Dios si nos ha abandonado, si permite que nos ahoguemos en el Tiberíades de la incertidumbre, la desesperanza, las injusticias, las dictaduras, las guerras?”. Son preguntas de siempre, la misma de Jesús, el Hijo del Hombre, poco antes de morir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es el grito universal y el silencio espeso de un Dios que aparentemente calla «mientras llora impotente en su omnipotencia en algún rinconcito del Cielo”.

Y al final, la gran pregunta de Jesús a sus apóstoles ateridos de miedo, ”asustados por lo ocurrido”: “¿Por qué son ustedes tan miedosos? ¿Todavía no tienen fe?”. Tremenda pregunta para que cada uno intente responderla.