¿Un día, o toda la vida?

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A la fiesta de Pentecostés le pasa lo que al Espíritu Santo: esperando que llegue y, pasa sin darse cuenta uno. Bueno, si tienes cerca a algún equipo de liturgia, de animación de celebraciones o de decoración de capilla o templo, esa gente si lo siente y resiente. Y siempre dicen lo mismo: ay qué pena, que esto nos dura un día sólo. También puedes pertenecer o formar parte de un equipo de romería, que entonces no vives Pentecostés un día: lo vives una semana, o dos, o tres: de ida y vuelta, rodeado siempre del calor de la fe, hecha camino.
Pues eso, que Pentecostés no es un día, ni una romería. Pentecostés es el tiempo de la Iglesia. La liturgia, ya en el lunes de Pentecostés, en que ponemos delante a María, como Madre de la Iglesia, retoma el tiempo ordinario (que abandonamos al iniciar la cuaresma). Es el tiempo del Espíritu. Y eso es lo mismo que decir: el tiempo de los sacramentos de la vida, de los milagros en lo cotidiano y de las lecciones leídas y escuchadas que nos especializan en el sentido de todo lo que vivimos.
El tiempo del Espíritu es el tiempo del amor, que ni cansa ni se cansa, pero que a veces se resiente y hay que volverlo a poner al fuego lento de la aceptación del otro: en sus aciertos y en sus errores; en sus virtudes y en sus defectos. El tiempo del Espíritu es el tiempo del despertador, que nos reclama para llegar puntuales al trabajo, a la responsabilidad adquirida, a la cita de las obligaciones, convertidas en oportunidades para crecer más y mejor en todo lo bueno.
El tiempo del Espíritu es el tiempo de las horas y los días en que sonríes, trabajas, ayudas, colaboras, perdonas, acompañas, metes la pata, visitas, escribes, paseas, rezas, sueñas, celebras, sufres, te cansas, disfrutas…amas.
Y en ese tiempo, aflora el misterio: porque misterio es todo lo que nos viene dado, graciosamente, sin elaboración ni añadidos superfluo.
Vivamos el misterio de la compañía: no estamos solos. Formamos familia, comunidad, equipo. Y en eso nos parecemos a Dios: Padre, Hijo y Espíritu.
Vivamos el misterio de la mesa: siempre hay algo que comer. Y no solo comemos para vivir, comemos para gozar y disfrutar del compartir. Así la comida, el pan, el vino, se convierten en un referente de vida: sé alimento para el otro. Y en eso nos parecemos a Dios: desgastate, que te saboreen todos, como al pan y al vino, mientras sirves, derrochando optimismo.
Y vivamos el misterio desde el corazón. Es decir, vivamos intensamente todo, sin hacer demasiadas preguntas. Y tú mira en ambas direcciones: si miras al Corazón de Jesús, te sorprenderás cómo sin dejar de reconocer tu debilidad, encontrarás la energía de un Dios que se hace el encontradizo en tu vida y te comunica su fuerza. Y si miras al Corazón de María, te quedarás ahí para siempre, al constatar que ahí…cabemos todos.
Vive cada día como si fuera único. Y no olvides que lo que conviertes en especial y único… te durará toda la vida.

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