TÚ NO HABLAS DE DIOS

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J.-GarmillaHace apenas unos días, un chico de la parroquia, 19 años, inmigrante por cierto, me soltó a bocajarro algo que me dejó paralizado. Sin venir a cuento, mientras hacíamos cosas anodinas, me dijo: “Tú no eres un cura como los demás, eres diferente”. Tengo que confesar que ante aquella inesperada manifestación, tan fuera de lugar, junto a la parálisis de la expresión, mi corazón siempre traicionero, me llevó rápidamente a pensar: “Eso significa que va a alabar mi forma de ser cura”. Le pregunté por qué decía aquello tan sorprendente y hasta atrevido. La respuesta me dejó aún más confundido y, esta vez, no me llenó de vanidad sino todo lo contrario. Me respondió: “Los demás curas siempre están hablando de Dios, Dios esto, Dios lo otro, para todo sacan a Dios, pero tú nunca hablas de Dios”. Lo cierto es que ya no supe qué decir, pero la fugaz conversación, que se quedó ahí y no pasó a mayores, no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.

Me sentí sorprendido en un primer momento, pero inmediatamente me quedé preocupado, incluso triste, como fracasado… ¡Se supone que hemos de hablar de Dios, obviamente; y máxime si somos curas! Siempre nos lo han dicho, y yo lo digo también en ocasiones: “Hay que explicitar a Dios, apostar por un Jesús que no se difumine como un amigo más, un tipo extraordinario, un líder de masas… Hay que “volver a Jesús” y eso significa, necesariamente, volver a Dios, y por ende, “hablar de Dios”.

El susto no me duró demasiado. El chico es cuestión es una buena persona, con todos los rasgos positivos y negativos de los jóvenes postmodernos: poco reflexivos, atados al móvil, superficiales al menos en apariencia, indiferentes por supuesto a lo religioso. Ser cura “entre ellos” todos los días, es un reto constante a la evangelización: ¿cómo hacerlo? ¿cómo presentarles un Evangelio liberador y atrayente, sugerente, “enganchador”? A medida que el tiempo me dejó ir profundizando en su respuesta e intentando “hacer hermenéutica” de lo que había dicho y sobre todo, de lo que había querido decir, me sentí un poco más en paz. Lo que me había dicho al “meterse en mi vida” en ningún caso tenía una intencionalidad peyorativa, más bien todo lo contrario; algo que muestra y demuestra en el anodino pasar de los días del verano. Mi amigo estaba alabando que yo “hablara poco o nada de Dios”; curiosamente, “eso” le parecía bien y no mal; le satisfacía y le hacía sentirse más a gusto. ¡Curioso, ¿verdad?! Incluso contradictorio. Me vino a la cabeza el mensaje central de aquel gran hombre a quien tanto admiro, que sería santo si no hubiera sido “protestante” (¡cosas de nuestra Iglesia!), Dietrich Bonhoeffer, que entregó su vida por sus hermanos en un horripilante campo de concentración nazi. El santo Bonhoeffer murió preocupado por algo que parecía -entonces y ahora- y para muchos, algo innecesario y baladí: “cómo hablar de Dios hoy sin hablar de Dios”. Este es el centro de la cuestión. El chaval de marras estaba haciendo una crítica velada e implícita a un discurso eclesiástico repetitivo, manido, y vacío de contenido, sobre Dios. Recordé también el mandamiento (poco recordado, ciertamente): “No tomar el nombre de Dios en vano”. Y se me abrieron las compuertas del entendimiento y del inestable corazón: ¡Hablamos demasiado de Dios, pero hablamos “en vano” de Dios, es decir, lo utilizamos como una muletilla, un condimento para todas las ocasiones, problemas, tragedias, interrogantes, dudas… ¡la palabra Dios pretende resolverlo y explicarlo todo! ¡Hablamos de Dios en vano!, y nuestro reiterado y cansino discurso sobre Dios se convierte en algo aburrido y contraproducente; es un zurcido que sirve para todos los rasgones y rasguños de la vida. Dios lo tapa todo, lo explica todo, lo acapara todo. Es, ciertamente, un Dios “por activa y por pasiva” (como dicen constantemente los políticos de hoy. ¡Se les olvida la voz perifrástica, pero esto no viene a cuento). La pregunta es la misma de Bonhoeffer, tantos años después: ¿cómo hablar de Dios a la gente de hoy, y no sólo a los jóvenes?

Pienso que hay que acudir más al silencio del Dios que habla en la vida diaria sin darse tanto a conocer, sin micrófonos ni alharacas. Es la vida la que cura y por eso, es la vida la que habla de Dios. Nuestra tarea, más compleja y trabajosa, debe ser enseñar a ver la presencia y el atractivo de ese Misterio de Dios en la vida y en las cosas que pasan, pero sin ser como aquellos pregoneros medievales que iban por las plazas de los pueblos con trompetilla y leían el último comunicado del Rey a los vecinos. Hablar de Dios desde nuestra vida y con nuestra vida como referencia y testimonio, sin nombrarlo tanto, sin explicitarlo tanto hasta convertirlo en una muletilla carente de sentido y de valor. ¡Esto sí que es difícil! Que escuchen hablar de Dios sin oír  su nombre tan intempestivamente, que todo suene a Dios sin que sea necesario decirlo por costumbre, como una retahíla cansina; que Dios sea esa brisa suave que nos acaricia sin darnos cuenta en las tardes calientes del verano.