Pilato preguntó a Jesús: “¿Y qué es la verdad?”
Pilato preguntó, y no esperó la respuesta.
Cada uno de nosotros, lo mismo que Pilato, tiene “su verdad”, su mundo de convicciones interiorizadas, un patrimonio religioso-moral-cultural que nos permite movernos sin desentonar y nos garantiza un cierto orden personal y social.
De ahí que las palabras de Jesús: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”, debieron de resonar en los oídos Pilato –también en los de tantos hombres de hoy- si no como locura, ciertamente como palabras sin sentido.
De hecho, el Prefecto romano formuló una pregunta que, más o menos, quería decir: ¿de qué me estás hablando?
Así es que no esperó la respuesta.
Pero nosotros hemos creído en aquel loco Testigo de la verdad.
Eso significa que no nos conformamos con nuestro pequeño mundo de verdades, sino que buscamos, como quien busca un tesoro, esa verdad de la que Jesús vino a dar testimonio.
Lamentablemente, algunos han reducido la verdad a fórmulas dogmáticas, han confundido verdad y ritos, verdad y normas morales, verdad y tradiciones, verdad y devociones… olvidando que Jesús es la verdad y, porque es la verdad, es también el Testigo de la verdad.
El cristiano debiera haber aprendido a definirse a sí mismo como “discípulo de la verdad”, “buscador de la verdad”, “amigo de la verdad”, “testigo de la verdad”.
Y en seguida, el otro Defensor que el Padre nos ha dado –el primero es Jesús-, el Espíritu de la verdad, nos recuerda que somos “discípulos de Jesús”, “buscadores de Jesús”, “amigos de Jesús”, “testigos de Jesús”.
Como veis, por la fe habéis entrado en un mundo que sólo vosotros podéis conocer: sólo vosotros podéis conocer al Padre que nos dio a su Hijo y que nos da el Espíritu Santo.
Sólo vosotros podéis saber que Jesús está con el Padre, que vosotros estáis con Jesús, y que Jesús está con vosotros.
Sólo vosotros, que aceptasteis la vida de Jesús y acogisteis sus palabras, sabéis que habéis entrado en un mundo de amor, un mundo que, sin la fe, ni siquiera se puede pensar.
Ése es nuestro mundo, el del Espíritu de la verdad, el de nuestro Defensor, el de los humildes y sencillos que han acogido el evangelio: amáis a Jesús; el Padre os ama a vosotros; Jesús también os ama y se os revela –se os revela la verdad-.
Ese mundo nadie ni nada nos lo puede quitar si no es la fe perdida.
Ninguna pandemia, ningún confinamiento, ninguna alarma nos deja sin Jesús, sin su Espíritu, como no nos deja sin Jesús, sin su Espíritu, la ausencia obligada de ningún rito, la privación de ninguna devoción. Tengo la certeza de que, al creyente, pandemias, confinamientos y alarmas lo han dejado más cerca del Señor y le han permitido tomar conciencia de que el Señor nuestro Dios, el Padre con el Hijo y el Espíritu, está más que nunca cerca de nosotros.
Eso sí, pandemias, confinamientos y alarmas nos han robado el gozo del encuentro con nuestros hermanos en la fe, para escuchar juntos a Cristo resucitado, para ofrecernos con él y como él, para recibir de sus manos el alimento que da vida eterna.
Pero ese encuentro llegará pronto y será tanto más gozoso cuanto más esperado.