SINODALIDAD Y CONVERSIÓN. O A LA INVERSA

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Es difícil que pase un día sin que encontremos un artículo, un acontecimiento, una reunión eclesial, que no esté centrada en el concepto y el contenido de “sinodalidad”. Una realidad evangélica tan antigua como el mismo Evangelio y la misma Iglesia. Pero, ciertamente, un término del que no recuerdo que se hablara mucho en los últimos años, ni siquiera, décadas. Ahora, parece, “la palabra mágica”, la medicina que cura todos los males, la solución a todas las situaciones más o menos conflictivas o críticas de nuestro mundo eclesial. Y eso, me da un poco de miedo, porque no existen las recetas definitivas ni las “palabras” de abracadabra, descubiertas de pronto, incluso aunque la primogenitura del alcance actual se deba al mismo Papa Francisco.

Francisco “juega” con los tiempos y los espacios, y los sabe distinguir, con el discernimiento propio del jesuita que es. Tengo la impresión de que tiene conciencia de ser un Obispo de Roma que prepara tiempos venideros, una especie de “precursor”, ahora que estamos en Adviento y recordamos a Juan Bautista. A veces, da la impresión de que piensa, escribe y actúa anticipándose a tiempos futuros, al menos, “a medio plazo”. Francisco sabe que lo de la sinodalidad es una hermosa utopía cristiana que siempre ha existido y que no siempre hemos llevado a la práctica. ¿Un deseo, una añoranza, una fantasía? Sí y no. Desea, deseamos, una Iglesia sinodal, participativa, una Iglesia de todos, especialmente de los que no tienen voz, o no les dejan tenerla, que no es lo mismo.

La realidad es compleja. Yo me pregunto cómo vamos a hablar de sinodalidad en aquellas parroquias donde “todavía” no existen los Consejos Parroquiales de Pastoral, donde todas las decisiones las sigue tomando el párroco arguyendo que “él es el gran y único responsable de la comunidad”… ¡como el dueño, el propietario! Me preguntaba si estamos dispuestos, desde el innegable clericalismo, crónico y tóxico, que tantas veces ha denunciado abiertamente el mismo Papa, a “abrirnos a la sinodalidad”, a una bien entendida co-gobernanza eclesiástica, a  compartir roles y funciones, ministerios, entre todos. Son mis preguntas, mis dudas, casi mis escépticas reflexiones. ¡Cómo hablar de sinodalidad en una Iglesia donde los laicos siguen siendo el gran rebaño silencioso y silenciado, ausente de las grandes decisiones diarias, incluso las más elementales o secundarias de su comunidad! ¿Cuándo habrá una participación efectiva de todos los bautizados en el nombramiento de sus Obispos? (Y esto no es una “novedad” progresista, sino una vuelta a la más rancia y primigenia vida de la “primera” Iglesia…¡recordemos a algunos Santos Padres!). ¿Y la mujer? ¿Cómo pueden participar en asambleas sobre la sinodalidad sin que se sonrojen y se les caiga la cara de vergüenza a los varones que, con toda seguridad, convocan y dirigen esas asambleas?

En realidad, el listado de “ausencia de sinodalidad” estructural en nuestra Iglesia es tan amplio, tan complejo y tan antiguo, que me desborda la posibilidad de enumerar más realidades de “anti-sinodalidad”.

Lo más importante: la sinodalidad supone una previa conversión a ella; una fe o una certeza  de su necesaria y urgente realidad. Es un “espíritu” interior, una creencia expresa y explícita. ¿Y cuántos tienen o tenemos ese “espíritu de sinodalidad”? Urge, como siempre, la conversión. Sólo el Espíritu Santo puede convertirnos, y sólo Él, reforma su Iglesia. Porque estamos hablando de reforma de la Iglesia, el concepto tabú durante siglos, la innombrable “reforma” que da pánico a tantos gendarmes del poder de unos pocos, de la piramidalidad eclesial, del clericalismo larvado o evidente de muchos. Lo siento, sólo con conversión personal e institucional verdaderas, podremos dar pasos. La conversión va antes que la sinodalidad. Y Francisco lo sabe.