Es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Hoy celebramos un misterio que, siendo todo de Dios, es también misterio de la Iglesia.
No sólo confesamos y celebramos que Dios es Padre y es Hijo y es Espíritu Santo; confesamos también y celebramos que somos hijos de ese Padre, que somos cuerpo del Hijo, que somos templo del Espíritu Santo.
Si a Dios le decimos con verdad: “Padre nuestro”, si Cristo y su Iglesia ya no son dos sino una sola carne, si a todos nos mueve el mismo Espíritu, el Dios de nuestra fe ya no puede ser un Dios sin nosotros, y el nosotros de la fe, ya no puede ser un nosotros sin Dios.
Hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Si a la luz de nuestra fe decimos: “Dios”, entendemos Padre, Hijo y Espíritu Santo; y si decimos: “Iglesia”, entendemos “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Y lo que la fe confiesa, los sacramentos lo manifiestan: La eucaristía que celebramos y recibimos, la comunión que hacemos, es evidencia de que pertenecemos a la intimidad de Dios, pues “fortalecidos en este sacramento con el Cuerpo y la Sangre del Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formamos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.
Guardo memoria de aquella experiencia de comunión: era el encuentro acostumbrado entre Cristo el Señor que se ofrecía y la comunidad que lo recibía. ¡Cuántas veces nos habíamos dado aquella cita y aquel abrazo! ¡Cuántas veces, después del abrazo, habíamos repetido la misma súplica: “quédate, Señor, conmigo”… Pero aquel día aconteció algo nuevo, algo inesperado, como si en el tiempo irrumpiese por un instante la eternidad: Aquella comunidad, que acababa de comulgar, se vio a sí misma en Dios, estaba en el Hijo de Dios, era una sola con el Hijo de Dios; aquel día, aquella comunidad se supo alcanzada por el amor con que Dios Padre ama a su único Hijo.
Y en la eternidad de aquel instante se nos hizo de casa el misterio que confesábamos de Dios: Éramos muchos y era único el Espíritu que nos animaba. Éramos muchos y formábamos en Cristo un solo cuerpo. Éramos muchos y éramos uno con Cristo en el amor recibido, uno con Cristo en el culto ofrecido, uno con Cristo para servir a todos, uno con Cristo en la misión de evangelizar a los pobres.
La comunidad de los discípulos de Jesús, la Iglesia, la humanidad entera, está llamada a ser sacramento de la unidad que es propia de Dios, conforme al deseo expresado en la oración de Jesús: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.
Si el Dios de nuestra fe ya es para siempre un Dios con nosotros, el creyente ya no puede decir o pensar un nosotros sin Dios, ya no puede decir o pensar un yo sin hermanos, ya no hay lugar en él para un yo que no se reconozca a sí mismo en los hambrientos de pan y de justicia, en los abandonados al borde del camino, en los excluidos de la paz, en los que mueren persiguiendo un sueño.
La fe y los sacramentos que, haciéndonos uno en Cristo Jesús, nos hacen de Dios, haciéndonos uno con Cristo Jesús, nos hacen también de los hermanos, nos hacen de todos, como de todos es Cristo Jesús.
Y así somos “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, somos un testimonio verdadero y convincente del misterio de la Santísima Trinidad, somos humanidad nueva según el corazón de Dios, somos una memoria permanente de que Dios es amor.
Siendo muchos, somos uno: el misterio de Dios es también nuestro misterio.