Cuando Nelson Mandela murió, el 5 de diciembre de 2013, las cadenas de televisión de todo el mundo emitieron reportajes sobre la figura de Madiba: desde los primeros años de su juventud, sus veinte años en prisión y su etapa final como presidente de Sudáfrica. Doscientos periodistas lo esperaban a su salida de la cárcel, era por fin el momento de cobrarse tanta injustica, él les dejó a todos sorprendidos con sus palabras sobre reconciliación y perdón. Al contemplar su rostro antes y después de esos duros años, me emocionó su transformación. Se fue conformando en él un rostro pacificado, abierto, luminoso, sanador… que había ido dejadon atrás los rasgos más duros de su primera etapa.
Otro rostro significativo para mi es el de Carlos de Foucauld, al observar la primeras imágenes de su apretada tez de soldado y de explorador en Argelia vemos como, poco a poco, conforme va madurando la vida de Dios en él, se va convirtiendo en un rostro accesible, apacible, tierno, ofrecido a todos sin exclusión, expuesto. Un rostro que al mirarlo nos atrae hacia una Presencia mayor. Él escribía: “Ser misericordioso es inclinar el corazón hacia todos los desdichados, es lo contrario de ser duro. Es tener la bondad de un corazón que no guarda ninguna sombra de resentimiento hacia aquellos que le hicieron daño, más bien les devuelve el bien por el mal”. Si hay un rostro que en esta cuaresma me habla de esto y me acompaña es el de Mamadou Diara. A sus veinte años soñaba con cruzar la valla que cerca Melilla, quería dejar atrás esos montes donde los que son de Mali, como él, duermen al raso y huyen de los guardianes marroquíes. Quería una vida mejor. Una noche se encaramó con otros veinticinco compañeros en la alambrada, todos resultaron con magulladuras pero él fue más lejos, su cabeza impactó contra el suelo y otros le cayeron encima. Mamadou nunca más podrá llevar una vida autónoma, necesita ayuda de otros para las necesidades más básicas, apenas balbucea unas palabras. Cuando escuché esta dolorosa noticia en la radio fui a buscar su rostro. Su vida se había quebrado irreparablemente, pero siento de manera inexplicable al mirarlo, al no querer olvidarlo, que su presencia herida, aunque debiera juzgarnos, nos perdona, nos da otra oportunidad: por otros chicos como él, por los que sueñan con venir, por los que ya se han puesto en camino… ¿Qué sería de nuestros rostros sin ellos?