Hace unos días me comentaba un amigo que la renovación de la Iglesia que intenta llevar a cabo el papa Francisco puede ser involutiva. Me comentaba que se lo había escuchado a alguna «autoridad» eclesiástica. Me lo decía con cierta extrañeza, con dudas; era algo que le parecía sencillamente imposible. El proyecto y la puesta en escena de una «reforma tranquila«, que pretende el papa, está inevitablemente «abocada» a sentar bases sólidas de renovación y reforma en la Iglesia de Jesucristo para un futuro.
Me dejó perpleja la seguridad con que mi amigo sostenía la inevitable continuidad de la reforma del papa Bergoglio. No creo que sea así. La historia desmiente claramente esta posición. La Iglesia ha estado y estará siempre zarandeada por múltiples factores: culturales, teológicos, sociológicos, biográficos, y por supuesto, económicos. Las pautas de reforma eclesial que pretende el papa Francisco, tan comparadas muchas veces con el aggiornamento de san Juan XXIII que le llevó a la convocatoria del Vaticano II, son tan frágiles como lo somos los mismos seres humanos. Lo vemos, tristemente, con excesiva frecuencia. El mismo Concilio ha sufrido mil avatares, entredichos y marcha atrás. Ya en los albores mismos del Vaticano II, en 1962, recordaba Rahner que «son muchos los concilios que aparentemente no han logrado su cometido». Y ya entonces recordaba el auge del monofisismo después de Calcedonia, el fracaso en el intento de la unidad eclesial en los concilios de Lyon y de Florencia; ni el de Constanza, ni el de Basilea, ni el V de Letrán, lograron en buena medida sus objetivos. Si los mismos concilios, pues, pueden hacer crack en sus contenidos, cuánto más los afanes renovadores de un papa, solitario a pesar de los apoyos y las fidelidades de muchos, de su popularidad y su estilo fuertemente atractivo, su enganche con otras iglesias, otras religiones, e incluso con ideologías o sectores de la sociedad en principio adversos o reticentes al Evangelio.
La clave me parece clara: la Iglesia nunca la reforma un papa, ni tal vez un santo, ni siquiera un concilio, por muy ecuménico que sea o por mucho que pueda lograr en todos los ámbitos. Papas como Francisco y concilio como el convocado por Juan XXIII, son importantes, necesarios incluso; son ventoleras siempre inesperadas del Espíritu, pero nunca son definitivos, nunca son «eternos»: el trigo y la cizaña siempre crecen a la par. Ya Jesús de Nazaret tuvo que mediar seriamente para evitar las tentaciones de la inmovilidad, el fariseísmo, la avaricia y la soberbia de los suyos, la religión como fortaleza y jarabe mágico de seguridades. Ya Pedro, Santiago y Pablo, desde distintos modelos eclesiales, se enzarzaron en generar una iglesia críptica reservada a los judíos o una iglesia abierta, «en salida» y en riesgo, al mundo gentil, al mundo de la periferia cultural y filosófica del momento.
Es el Espíritu quien reforma su Iglesia, y nosotros, los discípulos y discípulas de Cristo, nos abrimos como tierra fértil y removida a acoger esos latidos a la intemperie que siempre suponen las reformas, en la Iglesia y en la vida de cada uno. También lo decía el teólogo jesuita alemán: «La Iglesia continuará siendo, después del Concilio, Iglesia de pecadores, de peregrinos, de los que buscan cansadamente; la que constantemente debilita la luz de Dios, por medio de las sombras de sus hijos… También aquí la fuerza de Dios será poderosa en nuestra debilidad». Esto también lo dijo allá por 1962. Pero lo podríamos decir también ahora, después de tres años un poco largos de la nueva esperanza que nos abre el primer papa jesuita, el primer papa latinoamericano, el primer para que cuando saluda dice: «buon giorno».