jueves, 25 abril, 2024

RASTREANDO EL ODIO.- CONCLUSIONES

Hablamos mucho en la sociedad y en la Iglesia, del amor. Es, seguramente, uno de los conceptos más utilizados, maltratados y polifacéticos de nuestro vocabulario. Lo hacemos de muy diferentes maneras, a veces, casi contradictorias. Sin embargo, del odio se habla menos, se profundiza menos en él, se esconden o desprecian sus “raíces”. Sin embargo, el odio “está aquí”, dentro y fuera de nosotros mismos, nunca se ha evacuado de la Humanidad, ni existe vacuna alguna para eliminarlo.

En los últimos artículos que he escrito, he intentado, desde mis posibilidades, afrontar un acercamiento, simplemente una somera y nada profunda, aproximación al odio, intentando “rastrearlo”, y refiriéndome en concreto, a dos grandes “odiadores profesionales”, como símbolos y síntomas de hasta dónde puede llegar el odio en algunos seres humanos. Hitler y Stalin, han sido esos dos “ejemplares humanos” que he utilizado. He renunciado a referirme a dos dictadores más cercanos a nosotros: Franco y Fidel Castro. Pero el listado de dictadores que se han distinguido por los desmanes cometidos en sus pueblos, podría extenderse:  Rafael Trujillo (República Dominicana), Idi Amin (Uganda), Muamar El Gadafi (Libia), Videla y los generales argentinos, Augusto Pinochet (Chile)…  sin olvidar los pequeños dictadorzuelos de África, como Mswati III, rey de Swazilandia, el pequeño país del sudeste africano. Y faltarían las guerras cargadas de rencor, venganza, odio, etc. Más todo el ingente ejército de anónimos que continúan practicando la violencia de género, masculina o femenina, los niños condenados a trabajar desde muy pronto, las ventas de órganos de los desheredados, la prostitución infantil, las tratas, las mafias, las maras, el narcotráfico, el terrorismo, las emigraciones “ilegales” y trágicas en distintos lugares del mundo. Y un terrible y largo etcétera.

Quizás pueda sacar algunas conclusiones de lo escrito en artículos anteriores:

1º La infancia desgraciada de algunos de los grandes dictadores, en mayor o menor medida impregnados de odio hacia sus súbditos o hacia otras personas, nunca justifica sus acciones de injusticia y atropellos en contra de los más elementales Derechos Humanos.  Stalin, Hitler, y en menor medida, Franco y Castro, que vivieron  una infancia conflictiva, infeliz, y en algún caso sumida en maltratos físicos o psicológicos. Sin embargo, otros grandes odiadores, como Benito Mussolini, no parece que tuvieran una infancia especialmente compleja. De donde no podemos concluir que una infancia tumultuosa sea el origen -o el único “origen”- de actitudes patológicas en la adultez.

2º Cada persona es un mundo y no podemos juzgar a nadie en su fuero interno. Han existido grandes líderes en el siglo XX, que sufrieron cárcel, torturas, que fueron objeto del odio de sus semejantes, y sin embargo, son emblemáticas sus manifestaciones a favor de la paz y el amor. Dos casos conocidos: Nelson Mandela, en Sudáfrica, que sufrió cárcel durante más de veinte años, y José “Pepe” Múgica, que de convencido revolucionario tupamaro, y después de 14 años de prisión, -muchos de ellos, incomunicado- son claros referentes de mandatarios que no se empoderaron ni se convirtieron en tiranos de sus pueblos; más bien, todo lo contrario.

3º No obstante esta versatilidad en la forma de actuar con relación al odio, la venganza y la agresividad, que deberíamos extender a otras personalidades que han guiado los destinos del mundo, al menos durante el siglo pasado, las tesis psicoanalíticas de Freud, relacionadas con el complejo de Edipo “mal resuelto”, no pueden ser desestimadas, desde mi modesto punto de vista, por completo. Así, tanto la relación de Franco, a quien su padre llamaba “mariquita o Paquita”, con gran sufrimiento para el niño; o la infancia de Fidel Castro, hijo de una prostituta profesional, que no fue legalmente acogido e inscrito con los apellidos de su padre Angel Castro hasta los 6 años, marcó un temperamento muy díscolo, rebelde y vengativo en el Máximo Líder durante varias décadas en la pequeña Isla de Cuba.

4º Si hablamos de un pansexualismo en las teorías freudianas, podemos “conectar”, siempre con las debidas reservas, la sexualidad anómala, por exceso o por defecto, en los cuatro líderes, sin entrar en detalles por razones de espacio. Stalín y Fidel, como también Mussolini, vivieron una sexo-genitalidad exacerbada y promiscua, en algún caso hasta niveles patológicos. En el reverso del tema, nos encontramos, curiosamente, con una sexo-genitalidad ambigua, difusa, apagada, incluso enfermiza, según algunos autores, tanto en Hitler como en Franco. No podemos insistir más en ello.

4º Aunque es obvio que en la humanidad habrá habido miles y millones de maltrato infantil, o de situaciones familiares adversas carentes de una educación ética basada en el amor, la afectividad sana y en los valores humanos, muchas de estas personas de “infancia infeliz” han podido y sabido remontar su propia situación adversa y desarrollar una personalidad al menos moderadamente sana. Son los millones de anónimos que rompen el maleficio o la hipótesis de que “a infancia infeliz, corresponde necesariamente una adultez desintegrada”. El odio/culpa, que según Freud padecen los vástagos de una relación paterno-maternal anómala, no es determinante  para nadie, aunque puede ser, legítimamente, condicionante para toda la vida.

5º Considero que el primer objeto (o sujeto) de odio en los “profesionales dictadores” del odio, han sido los mismos personajes. Stalin, como Hitler, como ejemplos más paradigmáticas, “se odiaban a sí mismos”, no confiaban en nadie, y en el fondo, nunca experimentaron el amor, nunca fueron capaces de amar ni “soportaron” que otra persona -pareja o no- les amara. No se consideraban “dignos de ser amados porque ellos no se amaban a sí mismos”, aunque nunca “se lo dijeran en su fuero interno”, con estas o similares palabras.

6º Resulta significativa en algunos de estos casos, al menos, en los cuatro ejemplos más citadas, la capacidad de “arrastre y manipulación” de las masas incluso en personalidades aparentemente tan grises como la de Franco o incluso Hitler. Eran verdaderos conductores de masas, “encantadores de serpientes” he dicho en otros lugares. Sus personalidades desestructuradas necesitaban que su odio más profundo, su necesidad de venganza, su resentimiento personal, se transmitiera a muchedumbres ingentes, como para que les ayudaran a “pagar su culpa o participar de ella”. Los cuatro en cuestión disfrutaron de grandes “baños de masas” durante toda su vida, obligatoriamente o voluntariamente, fanáticamente, en muchos de sus seguidores absortos ante el mesianismo con que todos se adornaban.

7º Estos grandes dictadores se sentían dioses, demiurgos, eran ególatras, pero además, “teólatras” (si es que existe el término). Se situaban “más allá del bien y del mal”; se sentían poseedores de la verdad absoluta: “eran la Verdad absoluta”. De aquí que sus detractores, insumisos o refractarios a su personalidad o su mensaje, eran eliminados sin miramientos: torturas, fusilamientos, accidentes “fortuitos”, campos de trabajo inhumanos, gulags o Auschwitz de distinto estilo, deportaciones, destrucción de las familias, etc., era la represalia inmediata y despiadada para quien no siguiera los dictámenes, manifiestos, constituciones, órdenes y leyes del nuevo dios entronizado en el ápice de la pirámide del odio de un personaje tóxico y destructor; incluso entre sus seguidores más cercanos, más fieles, su gente de confianza, que podían hacerles sombra y arrebatarles el poder.

8º Siempre he pensado que las “ideologías” o “filosofías políticas” que aparentemente defendían estos líderes omnímodos, eran un maquillaje, una especie de traje hecho a la medida del dictador de turno. Ellos eran más grandes y poderosos que las ideas, los partidos, los movimientos, los gobiernos que comandaban. Dicho de otra manera: Stalin no era marxista sino stalinista;  Hitler no era nazi sino hitleriano;  Franco nunca fue falangista sino franquista; Fidel Castro no fue marxista, ni siquiera socialista, fue fidelista. Y buena parte del pueblo que lideraban se movían y vibraban más por el líder salvador y mesías que por las ideas políticas o filosóficas en las que se escondían sus jefes, siempre para defender “el bien de su pueblo”: un pueblo que rara vez conoció ni entendió bien unas ideas que, en el fondo, no le interesaban demasiado. Por otro lado, los líderes siempre necesitan enemigos para mantener en ascuas y tensión a sus ingenuos seguidores. Y si no había “enemigo a la vista”, había que inventarlo. La lucha violenta y nacionalista/populista  es siempre la salsa en que se mueven. Es necesario crear “una mística” semi-religiosa que mantenga el poderío del adalid.

9º Los cuatro grandes dictadores que hemos analizado, con las diferencias personales que son de justicia reconocer, se mantuvieron en el poder durante toda su vida, es decir, en períodos de tiempos que superan en todos los casos varias décadas. Excepto Hitler, que se suicidó, los otros tres “murieron en su cama”, venerados, temidos u odiados por sus más cercanos. Ni las batallas que emprendieron, ni los atentados sufridos, ni por supuesto, unas elecciones libres, consiguieron removerlos de su pedestal. Eran los dueños, los salvadores, los “padres” de su nación, que además era “su primera dama”. Eran padres, hijos y esposos de sus oprimidos, muchos de los cuales introyectaron en lo más íntimo, el odio y las patologías de su “santón”. El opresor siempre contagia a los oprimidos.

10º Finalmente, es interesante descubrir esa especie de “pudor” de su vida privada que les mantenía en el limbo de un panteón divino inaccesible que nadie podía conocer. “Si ves a Dios, morirás”, dice el Antiguo Testamento. Sus vidas privadas sólo le pertenecían a ellos, quizás por vergüenza, quizás por miedo, quizás porque, efectivamente, los “dioses” que giraban en torno a sus vidas íntimas eran simples satélites de quienes disfrutaban o en quienes se apoyaban en su profunda debilidad. De aquí todo el “misterio” pseudoreligioso de estas dictaduras, su “religiosidad secular”, cargada de mitos, liturgias profanas, incluso conceptos sacados de las religiones: existe una terrible sinfonía entre las dictaduras de este género y el universo simbólico religioso.

En el fondo, fueron hombres solitarios, débiles, acomplejados, miedosos, asqueados de sus propias ignominias y errores, hombres inteligentes obnubilados por su sed de odio y opresión y su ausencia absoluta de autoestima. Ellos mismos eran su peor enemigo: lo llevaban en los tuétanos. “Dioses” que permanecen aún hoy, en el altar de sus pueblos, convertidos en falsos mitos, o en mártires de sus ideas, eternizados en sus panteones y mausoleos, en sus “piedras”, en sus cuerpos embalsamados, en los memoriales o museos construidos ad hoc. Hombres malévolos que han supuesto mucho sufrimiento, muerte y dolor para los pueblos que han tenido la desgracia de ser sus esclavos. Y que, sin embargo, siguen siendo recordados  con nostalgia por no pocos de sus fieles ovejas, que se sienten huérfanos de quienes les robaron su más elemental dignidad humana. También estos pueblos tienen su “complejo social de Edipo mal resuelto”, y necesitan asesinar al padre putativo que la Historia les deparó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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