No es fácil llenar un salón de actos para la presentación de un libro. En la noche del día 27, el del Perpetuo Socorro se quedó pequeño para escuchar buenas noticias de la vida consagrada que el Espíritu quiere para este presente.
A continuación, la conferencia que para presentar su libro ofreció el P. L. A. Gonzalo Díez titulada:
Es la hora del Espíritu para la Vida Consagrada
Amanecer se nos antoja comienzo, inicio, luz y posibilidad. La vida es un misterio y, como tal, nosotros lo referimos a quien es su autor: Dios-Padre creador y artífice de todas las vidas. Este misterio, hay personas que desgraciadamente no lo leen como posibilidad, ni desde la esperanza. Se fijan, más bien, en aquel itinerario de caída, de repliegue o atardecer. Se dejan impactar más por la noche que se cierra y no tanto por el día que se abre. Aunque en la vida, claro está, hay noche y hay día.
Creemos que la vida consagrada está en su momento. Un tiempo recreado por el Espíritu como a él le gusta hacer las cosas: Desde lo sorprendente, imprevisible y no calculado. Ser conscientes de que la palabra que define este tiempo es amanecer, es tanto como el reconocimiento de que las cosas y el valor de la vida, no reside en aquello que, hasta ahora era argumento de valor. No es el número ni la fuerza; no es el reconocimiento social ni la atención de los más influyentes. No es la constatación de que sin nosotros, los religiosos, nada se puede hacer. Se trata de una perspectiva nueva que hemos de tejer, recrear y compartir. Hemos de aprender a cultivar la emoción de ser testigos de la debilidad.
Pertenecemos a generaciones que nos han formado para triunfar, somos coetáneos y esto, nos hace percibir la vida desde parámetros comunes. Tengamos la edad que tengamos, todos tenemos gérmenes de esos ismos tan traídos y llevados: inmediatismo, consumismo, secularismo, «buenísimo» o radicalismo; todos tenemos visión y anhelo de objetividad, experimentando, a la vez, la fragmentación de lo subjetivo; todos creemos en la necesaria pluralidad y, a la vez, nos sentimos profundamente cómodos en lo propio, lo concreto o provinciano… lo nuestro. Somos nosotros, somos así y reconocerlo ya es posibilitar el amanecer.
Lo es también cuando sabemos distanciarnos de esa historia gloriosa cultivada en cada una de nuestras familias religiosas: esa historia de «gloriosísmos» que fueron y hoy no son. Aquello que con tanto esfuerzo construimos y hoy sabemos que es nuestra mayor dificultad. Los comienzos del día, o el amanecer, son aquellos en los que la claridad no se ha sedimentado. Todavía hay sombras, hay que caminar confiados en los trayectos conocidos, pero sobre todo ir muy atentos, porque la sorpresa del camino con sus tinieblas nos puede despistar. Solo amanece quien no pretende controlar, sostener y guardar lo que ya posee… Quien se empeña en que todo, tal cual, traspase el umbral de la penumbra a la luz, se pierde en el detalle, repara en lo que no va bien, se fija en ello y llega a la conclusión de que vejez, números reducidos, enfermedades, son signo de un atardecer, más que evidente y sin remedio.
Amanece, sin embargo, quien se apoya en la fe de Cristo que confía en una llamada que él mismo sostiene. Quien sabe que la fuerza es debilidad y la misión es participación. Amanece quien no tiene miedo a perder protagonismo, porque ha descubierto la riqueza de la comunión. Amanecen las instituciones que son capaces de escuchar a sus miembros, a todos los miembros, y no solo a los que más hablan o lo hacen de manera más sonora. Amanece la vida consagrada cuando se encuentra en el contexto de la comunidad diocesana y se deja encontrar. Las comunidades no necesitan para vivir su amanecer un reconocimiento continuo, pero si la posibilidad de ser continuamente aquello para lo que fueron fundadas.
No amanece la vida consagrada cuando ofrecemos lo mismo, de la misma manera con las mismas formas y para los mismos, cambiando solo titular y fiesta. Amanece cuando la pluralidad es signo de vida y no de ofensa; cuando la complementariedad no establece quienes son los mejores y los no tanto, ni los míos o contra mí. El amanecer proyecta luz para que cada carisma ofrezca y transforme, o mejor colabore en la transformación.
Amanece la vida consagrada cuando sabe situar la historia, haciendo protagonista de ella a la Alianza y no las respuestas que en cada tiempo ofrecimos. Si es la historia de la Alianza, será la historia de Dios haciendo camino con sus hijos e hijas a lo largo de los siglos, tan valiosa como la que realiza en nuestros días. Porque la valía, entonces, no está en la fuerza, la eficacia o los números sino en esa suave pertenencia que Dios pone en algunos seres e historias para que resulte evidente su paso y estancia en la humanidad.
La vida consagrada necesita levantar la mirada de lo mucho que trae entre manos. Algunos de sus hijos e hijas hace tiempo que no tienen tiempo –así de redundante y claro– para emocionarse o para cantar; para agradecer el don vocacional de la gratuidad o utopía, porque tienen que producir o vigilar o dirigir o contar… verbos con poco ensueño, que tienen más relación con los ciclos de producción que con los de salvación. Tiene que amanecer a una comprensión diferente porque nos ayudará a estar menos obsesionados por sobrevivir y más abiertos a la sorpresa de la vida.
Francisco, nuestro papa, está empeñado en hacer posible que amanezca. Nos ha llenado de nuevos gestos que los teníamos ahí, pero los vivíamos con miedo. Nos está pidiendo frescura y valentía a los carismas y además nos dice que el amanecer soñado pasa por la despreocupación de lo que ahora nos preocupa, para abrirnos a una ocupación en aquello que ahora nos parece impensable por lo arriesgado o incierto.
En este contexto nació el articular las reflexiones de este amanecer que hoy presentamos. Tras un año de la vida consagrada y otro de la misericordia, fuimos comprobando que lo que cada mes se proponía la Revista Vida Religiosa era amanecer a una nueva forma de seguimiento. Sin renunciar a la historia, sin esclavizarnos en ella.
Hay algunas cuestiones que nos gustaría subrayar:
Todas las familias religiosas son escuelas de vida y santidad. He encontrado en mi congregación, sin forzar la búsqueda, personas que han sabido donar en su momento, un buen testimonio de amanecer. El único criterio que he seguido para señalarlos es que estuviesen ya en otra visión, para no perderme nombre alguno de quien está en misión desde este lado. Estoy seguro que el legado de profecía y riesgo más actual y adecuado lo podemos encontrar en quienes nos han precedido con sinceridad y fe. La debilidad que mostramos a la hora de desprendernos de nuestros inmuebles no responde tanto a la fidelidad a quienes nos lo legaron, sino al miedo de aprender a vivir sin ellos.
Los procesos de reorganización en los que nos encontramos insertos responden más a la pregunta que a la respuesta. Al problema que a la solución. Necesitamos convertir los pasos dados en experiencias compartidas y oradas, discernidas y escuchadas. Necesitamos asumir este tiempo desde la responsabilidad de todos, pero también desde la profecía. La sola responsabilidad nos suele situar en miradas a corto plazo, a garantizar lo que conocemos, a luchar por quien lo hace y quien lo manda y a poner entre paréntesis lo que nos parece sencillamente imposible.
Lo más preocupante en la vida consagrada es también su mayor posibilidad. Es la situación de las personas. Tan plural y distante como podamos imaginar y nos atrevamos a compartir. El marco común de vida con sus instancias de animación, sostiene los ritmos externos y visibles. Los internos, los procesos de crecimiento o de decrecimiento; de fortaleza y debilidad, los vivimos bastante solos. Porque así lo buscamos, –por definición vamos creciendo sin compartir– pero también porque así nos lo damos. Hay una antífona que va interrogándonos a lo largo de la publicación y es: ¿A qué estoy yo llamando comunidad?
Esta pregunta con su respuesta, necesita complementarse con la búsqueda sincera de cada uno y cada una, hasta que el nosotros que formamos converse, converja, se encuentre y camine compartiendo la experiencia de vida que es camino de fe.
La búsqueda del amanecer es eclesial, comunitaria, complementaria, coral. La vida consagrada está haciendo un esfuerzo terrible, pone las mejores energías para romper sus fronteras porque se está reorganizando. Necesita hacerlo en un contexto de Iglesia donde esto se esté haciendo, a su vez. Hemos de reinventar juntos la presencia evangelizadora de la Iglesia.
Ofrecer y compartir en complementariedad; enriquecernos mutuamente de los dones carismáticos; ofrecer la llamada e interpelación vocacional en clave de cultura vocacional que haga posible el mañana de nuestras casas, parroquias y diócesis. La vida consagrada tiene que escuchar más y con más atención a otros agentes de evangelización y comunión: pastores, presbíteros y laicos; escucha que ha de ser recíproca para poder irradiar el don más claro de nuestra vocación que es la fraternidad.
El amanecer que queremos celebrar está acompañado de una libertad que es nuestra mejor carta de presentación. En todos los momentos de la historia hubo mujeres y hombres que despertaron a sus hermanos y hermanas para apostar por el reino, gracias a un abrazo explícito de los más pobres. Gracias a una pobreza fecunda y transformadora. Gracias a los signos de verdad que hacen inconfundible la voz de quien anuncia que lo suyo, lo único que le importa, es el reino: allí donde las palabras igualdad, verdad y amor. Significan lo que son.
La vida consagrada es un testimonio sincero de la búsqueda de lo que Dios quiere. Por razones bien diversas el lenguaje o el signo mediante el cual lo expresamos hoy no se entiende, no se valora, está confuso. Es ambiguo y, por tanto, pierde veracidad. Nuestros hermanos y hermanas saben que somos buenos, pero también sabemos que no nos basta, porque nuestra vocación es la profecía. ¿Cómo conquistarla?, como testimoniar que, en cada comunidad, en cada Iglesia local hay un grupo de mujeres y de hombres que son felices, sencillamente porque celebran lo que viven. No tienen textos que dicen que lo suyo es compartir, porque tienen las puertas abiertas a la hospitalidad y la acogida. Tienen plena conciencia de no ser los solucionadores de los problemas, pero sus vidas son gestos evidentes que forman parte de la solución. Sobre todo, son hombres y mujeres que en la transformación social y política, imprescindibles, no se pierden en ideas, no aumentan la fractura sino que se ofrecen desde la fortaleza de quien no tiene oro ni plata, sino la vida sustentada en Aquel que cargo con la cruz, asumiendo en ella, las cruces de este tiempo.
La creatividad y la innovación de quienes quieren y esperan el amanecer, no es otra que testimoniar esperanza allí donde parece que es imposible, está condicionada o negada. Por eso el reinventar nuestra presencia exige formación, lectura enamorada de este tiempo; escucha de aquellos que sin ser de los nuestros nos están diciendo qué echan de menos…
Nos tememos y también nos alegra saber que lo que el Espíritu nos pide es mucho. Tanto que parece que nos supera. Algo así como si empezásemos a captar que estos años del siglo XXI han sido importantes para ir descubriendo el por dónde. Ahora estamos en otra etapa. La del por qué. Tan importante e intensa que el Espíritu no nos habla de reforma, ni de renovación. De suaves cambios o acomodación.
Estamos empezando a entender la palabra, es ruptura, algo parecido al amanecer que rompe, poco a poco, con las tinieblas.
Muchas gracias.