Pero los “populismos”, antes que ser de izquierdas o de derechas (dos conceptos más bien ambiguos) son, sobre todo, nacionalistas. Y nos encontramos movimientos y partidos considerados de izquierda con cromosomas muy similares a los de la derecha. Lo encontramos en Grecia con Chipras y en España con el Podemos de Iglesias. Son enemigos viscerales de los primeros, parientes de un marxismo radical y extremo, seguramente trasnochado, amigos de los gobiernos del comunismo ya casposo de Venezuela, Cuba y otros países latinoamericanos de izquierdas más decadentes, como la Bolivia de Evo Morales; anticapitalistas de pro, y, como los primeros, reacios y hostiles a la Unión Europea y a todo lo que suene a “tender puentes” y relaciones -económicas y de todo tipo- con otros territorios. Se presentan como abanderados de un laicismo a ultranza y de una libertad sin fisuras ni demasiadas leyes restrictivas. Da la sensación de que se consideran “más allá del bien y del mal”, flirtean con un mesianismo siempre apetecido por no pocos, y les produce alergia todo lo que huela a valores religiosos, especialmente las viejas religiones monoteístas del libro: cristianismo, judaísmo, y sobre todo, el islam. Y con un “código ético” hijo natural de sus propias ideologías secesionistas; restrictivo, por tanto; excluyente y exclusivo.
Pero los “populismos” son también, -o, sobre todo- territoriales, quieren “marcar territorio” (ideológico, pero también geográfico) como los perros y otros carnívoros. Se aferran a unos orígenes históricos no siempre claros ni fácilmente delimitados. Lo bueno es lo mío, mis tradiciones, mis costumbres, mi historia, mis símbolos, mi raza sobre todo, el pedigrí de mi sangre única e incontaminada con otras transfusiones históricas, pretéritas, impuestas, invasivas. Es la pureza de la sangre, la soberanía del pueblo (o sea, de este pueblo, de “mi” pueblo). Es el rechazo al resto de las culturas vecinas, a otras religiones que no sean la mía, a otros códigos lingüísticos, éticos, tradicionales, que son siempre foráneos. Lo extranjero siempre es extraño. Lo diverso siempre es provocativo. Y siempre es peligroso, levanta suspicacias, produce intoxicaciones y contagios. Rompe la idiosincrasia original, atávica, ancestral. Son un tumor, un cáncer siempre maligno y terminal. Y se produce el Brexit inesperado; y Escocia quiere repetir un nuevo referéndum en pos de su “autonomía” e “independencia”. Y tenemos “el problema catalán”: la vuelta al viejo Condado medieval, a las primeras huestes que poblaron las costas, los valles y los montes de la antigua “Catalania” o “Cathelania”; estamos en el siglo XII; y habría que remontarse a la tribu íbera de los lacetanis, primeros pobladores de la región. Idéntica situación ocurre con otras “zonas” o territorios de la actual Europa. La tendencia a la desmembración y salida (exit) de los “nuevos” Estados, relativamente modernos, y el regreso al útero materno de la génesis de los pueblos, no sólo en la “vieja” Europa, sino hasta en la lejana América no tan vieja, casi adolescente de 5 siglos de historia, es un dato que manejamos como presunta o posible clave de tantos dolores de cabeza de este fragmentado, en tantos aspectos, siglo XXI.
Y a lo que voy. ¿”Populismos”? Todos sabemos que “populismo” viene del latín populus, ”pueblo” en castellano. El “pueblo” es un concepto lleno de gracia, virginal, nada machacado por el uso, un término “positivo”, amable, atractivo, “puesto en valor”, decimos ahora. Nadie osaría rechazar al pueblo; el pueblo es sagrado, es soberano, es intocable, está fuera de toda sospecha. Y muchos se lo adjudican pertrechándose en la empatía universal que suscita: partidos populares, movimientos populares de liberación, etc. Lo “popular” no está estigmatizado. Pero no deja de ser un eufemismo de “lo tribal”.En los comienzos no había pueblos (al menos, en el sentido actual), ni conciencia clara de pueblo, había tribus, “conciencia tribal”. La tribu era el único contorno conocido, amado, defendido de invasiones de otras tribus; la tribu era autosuficiente, “independiente”, autónoma, referencial, inclusiva, un microcosmos con respuestas y soluciones para todo, con una organización elemental pero satisfactoria, con sus religiones protectoras de lo desconocido y del más allá, con una lengua común, única y conocida de todos, con una economía de subsistencia pero satisfactoria. Las invasiones eran de los otros, los que se atrevían a traspasar murallas, “marcas” y fronteras naturales, los que venían de otras tribus, eran de otras razas, hablaban dialectos diversos, vestían extrañamente o simplemente no vestían, eran siempre un peligro de contaminación, de invasión, un riesgo grave contra la supervivencia de los limitados márgenes de una cultura compacta y autosuficiente, y sobre todo, “independiente”, “soberana”, “mía”.
El populismo es la palabra bonita para hablar de tribalismo. Porque, ¿quién se atrevería hoy a decir que es “tribalista”, que defiende su tribu, que quiere recuperarla, volver a sus orígenes, salvar el prurito de ser idénticos a sí mismos? Ya lo dice el fenómeno Trump, paladín de lo que estamos diciendo: “American first!!!”. Y no hay más. ¿Populismo de derechas, de ultraderechas, de izquierda radical pseudomarxista? Más bien, simple y llanamente, “tribalismo” añejo, casi pre-histórico, puro y duro. Volver al seno materno para sentirnos protegidos de injerencias externas y extrañas. Rehacer el cordón umbilical que traumáticamente nos han desgarrado.
¿Y en la Iglesia, también podemos hablar de “tribalismo” eclesiástico? (Lo veremos otro día, tal vez).