En la asamblea litúrgica vuelven a resonar con fuerza los gritos del pobre. La palabra de Dios recuerda a algunos por el nombre común de sus pobrezas: el oprimido, el humilde, el atribulado, el abatido, el afligido, el huérfano, la viuda. Nosotros conocemos otros indicativos comunes para los pobres de nuestro tiempo: hombres y mujeres sin libertad, sin trabajo digno, sin paz y sin justicia; huérfanos, no sólo de su padre o de su madre, sino también de su tierra, su cultura, sus tradiciones, su vida; viudas de marido y de pan, de respeto y solidaridad.
No, no hace falta que el pobre grite delante del Señor –muchos no sabrán hacerlo, muchos no tendrán siquiera la fuerza necesaria para hacerlo-; aunque su voz no sea más que un murmullo, ese murmullo es un grito para Dios; aunque su queja se pronuncie sólo en el secreto del corazón, esa queja resuena como un trueno en el corazón de Dios; aunque el pobre no encuentre palabras para una súplica ni fuerzas para una queja, sus penas son palabra y queja y grito que atraviesa las nubes y no descansa hasta alcanzar a Dios.
Domingo a domingo, la palabra de Dios nos enfrenta con el misterio de la pobreza del hombre.
Hay una pobreza atroz, la del desvalido, del oprimido, del hambriento, del cautivo. Es la pobreza de tantos hermanos y, por eso mismo, es la pobreza de nuestra propia carne, y en la oración nos hemos identificado con ellos: ¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Hasta cuándo gritaré sin que me salves? El Señor se enfrenta contra los que compran por dinero al pobre; el Señor levanta del polvo al desvalido; el Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos. Enfrentarse al opresor, levantar al oprimido, hacer justicia, un día el Señor lo hará sin nosotros, en un juicio definitivo. Ahora, en este tiempo nuestro, lo hace con nosotros, con nuestra voz, con nuestras manos, con nuestra razón y nuestro corazón, con nuestro pan y nuestra solidaridad.
No hace mucho tiempo, el relato de la curación de Naamán el sirio y de los diez leprosos que salieron al encuentro de Jesús en aquel pueblo entre Samaria y Galilea, nos acercó al misterio de nuestra propia lepra y, al mismo tiempo, nos desveló el misterio de la santidad de Dios derramada sobre nuestra vida, justicia de Dios revelada a las naciones, luz de Dios iluminando nuestra oscuridad, vida de Dios irrumpiendo en los dominios de la muerte.
Hoy, la palabra de Dios nos lleva de la mano a entrar en el abismo de esa pobreza que es nuestro pecado. Nosotros somos el publicano que sube al templo a orar y a quien el Señor escucha. Por la fe, hoy subimos al templo que es Cristo Jesús, y allí no podemos presumir de nuestras obras, pues Cristo Jesús murió por nosotros, y todo en ese templo –manos, pies y costado, mirada y corazón- todo nos recuerda que somos pecadores. Por la fe, subimos al templo que es Cristo Jesús, e iluminados por su luz, nos reconocemos pecadores y confesamos que nuestras obras justas son como un paño inmundo. Por la fe, subimos al templo que es Cristo Jesús,, y en Cristo, nosotros, ladrones porque nos hemos apropiado de los dones de Dios, injustos porque no le hemos dado la gloria que le corresponde, adúlteros porque hemos negado su amor, no nos atrevemos ni a levantar los ojos al cielo, y sólo nos golpeamos el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
Ahora recuerda la palabra del salmista: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. Recuerda y acércate, recuerda y entra en el templo, recuerda y comulga. Y resonará en tu corazón el eco de las palabras de Jesús: “Éste bajó a su casa justificado”.
No presumimos de nuestras obras de justicia, sino de la justicia que recibimos en el templo que es Cristo, porque “Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor”.
Entra en el templo que es Cristo, en el templo confiesa humilde tu injusticia y acoge agradecido su justicia, y, en el templo y en tu casa, ama a quien así te amó y entrégate por entero a quien por ti enteramente se entregó. Feliz domingo.