He dudado mucho sobre la oportunidad, o no, de poner por escrito lo que ahora les cuento. En ocasiones, la reiteración, más que despertar, sirve de «arrullo» para sostener el letargo. En la vida consagrada hay que hacer algo y hay que hacerlo rápido. Es un clamor silencioso que va tomando, sin embargo, una fuerza intensa. Una evidencia. Una convicción. Hay demasiados «personajes» en un escenario que parece una parada, o apeadero, sin que tengan claro el trayecto hacia donde van. Consumen días sin disfrutarlos; se embarcan en procesos sin sentirlos y abrazan servicios sin pasión. No gozan la vida, la soportan o la sortean y, en consecuencia, la malviven.
El problema de los cambios institucionales es que ni pueden ser completos, ni rápidos, ni para todos. Más bien, consisten en la capacidad para intuir y asumir inspiraciones que motivan leer de otro modo, sentir de otra manera y, en consecuencia, para cambiar la ruta y la forma de apreciar. Lo estamos comprobando con el clima logrado con la sinodalidad. Hay intuiciones de cambio… solo intuiciones que necesitan corazones que se decidan a sostenerlas en el camino de la vida. Y es ahí donde radica la dificultad. Faltan personas con convicciones que mantengan actitudes visibles, significativas y transformadoras de cambio.
Hemos modificado el discurso. Pero puede que hasta el discurso innovador nos termine cansando si lo ofrecemos desde altavoces cansados, espacios agotados y círculos viciosos de pensamiento y relación. La raíz, donde no sabemos cómo hincar el diente, es la salud del corazón, aquella que nos permite separarnos de un guion muerto que no engancha «ni con la crítica, ni con el público». Que no engancha con el evangelio.
Quiero señalar lo que, a mi modo de ver, son tres evidencias de lo que estoy afirmando.
La primera es la sed de sensacionalismo que indica un vacío de vida. Por trabajo, tengo que conocer lo que se publica a diario sobre la Iglesia y la vida consagrada. Y desgraciadamente un tanto por ciento muy elevado es puro sensacionalismo. Es prensa amarilla con acentos piadosos, pero amarilla al fin y al cabo. Entretiene, pero no piensa ni crea. No puede pensar, porque no nace de la verdad de la vida, sino del comercio proyectado sobre la vida. Lo peor es cuando esta «información de la vanidad» se encuentra con personas inestables, no formadas y sin horizonte… la mezcla es explosiva, y la posibilidad de salida escasa.
La segunda es la falta de creatividad. Es sorprendente que afirme esto en estos tiempos que parecen los de la creatividad por antonomasia. Sin embargo, constato que no estamos sobrados de creatividad. O quizá sea más exacto, que no estamos muy disponibles para captarla, celebrarla o darle vida. Se «hacen cosas», pero como bien dice Jorge Freire (Agitación 2020) :“El sintagma hacer cosas no es más que el eufemismo con el que disfrazamos nuestra incapacidad de hacer algo significativo.” Y esto se nota mucho. Este tiempo nuestro necesita la creatividad de lo significativo. Lo otro es engordar el relato de la confusión y estancamiento, aunque tenga tintes de nuevo. Así ocurre con la infinidad de congresos celebrados; asambleas y capítulos que pretenden dar a luz la nueva vida y, sin embargo, se quedan en el recuento de lo que se hace o se hizo, diciendo –sin decirlo– que no puede haber otra cosa, nada hay nuevo bajo o el sol o «lo tomas o lo dejas». Todavía seguimos ofreciendo propuestas (temas) independientemente de lo que las personas estén viviendo. Seguimos hablando y reflexionando de un deber ser, sin tener en cuenta el ser. Esta constatación, hace más difícil la transformación de las instituciones y las personas. Las estanca. Creatividad, no lo olvidemos, pasa por ver aquello que no es evidente. Por eso no abundan los creativos y creativas. Hace falta no solo tiempo para ello, hace falta tener vida…
La tercera y, lógicamente, fuente de las otras, es la situación de la persona en las instituciones. No acabamos de saber en qué consiste vivir juntos y ayudarnos a vivir. Hace unos días un estudiante teólogo de una congregación me envió un correo en el que afirmaba: «Me estoy enrareciendo, tengo que salir de aquí». Y me pregunto. ¿A ver si estamos confundiendo normalidad con rareza? ¿Qué ha provocado –y sigue provocando– que tengamos prototipos reiterados de raros y raras en las distintas congregaciones? Un compañero de comunidad habla con gracia de los «personajes de pasillo». Aquellos y aquellas que «soportan» mal su vida y, en consecuencia, pululan por los pasillos, comentando, juzgando y desmenuzando agresivamente la de otros u otras. ¡Qué cosas! Las casas de las bienaventuranzas –las comunidades– «fabricando personajes de pasillo» y propiciando que otros (muchos), frente a ellos, se protejan o se inhiban o lleguen a pensar que mejor hacer el trayecto solos… Algo hay que hacer. La vida consagrada no necesita personajes (de reparto ni de pasillo), necesita personas diferentes. Eso sí, con vida.