NÚMERO DE VR, OCTUBRE 2022

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SABER ESPERAR

Uno de los acentos menos visible en el liderazgo de la vida consagrada de nuestro tiempo es la capacidad para saber esperar. Parece que el vértigo y la necesidad de generar respuestas que, de alguna manera, atiendan a nuestro tiempo convulso, invita a actuar.

Hay líderes que, aún teniendo ideas y tiempo coherente de meditación sobre las mismas, lo que ofrecen es una agenda de vértigo para sí y para los demás. Porque el caso es demostrarnos que estamos vivos. El arte es convocar, coordinar, proponer, empezar, dirigir, transformar, orientar y reformar. ¡Una cadena de infinitivos de impresión!

Conozco no pocos líderes de congregaciones muy cansados. Tanto, que lo que evocan es cansancio. Conozco, desgraciadamente, algunos hermanos y hermanas que desempeñan el servicio de liderazgo no desde la esperanza, sino desde el problema. El resultado es obvio, se transmite problema y no se libera la esperanza.

El liderazgo de la vida consagrada tiene la fina misión de desempeñarse entre, por, para y con las personas. Compartiendo espacio. Viviendo en proximidad. Esa es la clave. El respirar con el otro, o la otra, provoca misericordia y compasión. Es hacer propias las situaciones difíciles y también las gozosas de los hermanos o hermanas. Pero para eso hay que saber esperar, ejercitarse en la espera y practicar la espera, que es la enseñanza evangélica de la oración constante.

Algunas veces he llegado a preguntarme si la extendida desconfianza que como virus afecta a la vida consagrada, la padecerán también nuestros líderes. Si el servicio de animación está más mediatizado por los peligros que por las posibilidades. Incluso, he llegado a preguntarme si en el ejercicio de animación y liderazgo es más fuerte la sospecha que la fraternidad.

Porque uno de los signos de la esperanza verdadera es la confianza. Y la confianza es la puerta abierta de la posibilidad. En nuestros procesos electivos –una vez liberados de pasiones mediocres– depositamos la confianza en quien mejor representa los valores carismáticos de nuestra familia para este presente. Esa confianza, que reposa sobre ellos o ellas, es su misma fuerza para una impronta creativa de misión y transformación. Pues bien, frecuentemente, y en poco tiempo, la confianza muda en desconfianza, propiedad, opacidad y prisa. Se da un distanciamiento de lo que viven los hermanos o hermanas y, por tanto, se reduce el ejercicio de liderazgo a medidas de crisis y para la crisis; de reacción al conflicto y para el conflicto.

Cuando un líder sabe esperar, quiere decir que ha probado la paciencia de Dios con su propia existencia. Ha entendido que siempre es más grande, y va más lejos, la gracia que el pecado; la misericordia que la debilidad. Cuando alguien sabe esperar, permite que la persona se abra al discernimiento, a la oportunidad y al crecimiento. No juzga por primeras impresiones o por «clichés» sin Evangelio. Así, aparecen ante nosotros personas que están en búsqueda, que tienen su verdad y, sobre todo, se hace fuerte la convicción de que el carisma no es de nuestra propiedad, sino que somos propiedad del carisma.

Cuando sabemos esperar, ejercitamos la paciencia ascética del encuentro con Dios, que es el único camino para poder contemplar el rostro de los hombres, nuestros hermanos y hermanas consagrados. Porque, lo que es evidente es que un liderazgo sin capacidad para la espera deriva en un ejercicio de «rebajas, saldos o liquidación por cierre». Quien, por el contrario, entre en la docilidad de aprender a esperar, descubrirá que su congregación, su orden o comunidad, está habitada por personas que como él (o ella) buscan Reino y oportunidad; buscan verdad… Y estos valores aparecen mediante algo tan urgente y aparentemente poco ágil como saber esperar.

Quienes lideran las comunidades de vida consagrada deben saber que nuestro mundo no necesita «nuestras soluciones» sino nuestro estilo cualificado de vida: la vida feliz de quienes saben esperar y ser esperanza, porque experimentan que en sus comunidades también los esperan.