sábado, 27 julio, 2024

NÚMERO DE VR, MARZO 2023

Como un castillo de naipes

La escritora Irene Vallejo, en un artículo titulado, La suerte tenía un precio, nos narra que: «Terencio estrenó en la antigua Roma una obra teatral titulada Heautontimoroumenos, que significa “el que se atormenta a sí mismo”. Su protagonista educa con tal severidad y disciplina a su hijo que los rigores provocan la huida del joven. Tras meses sin saber de él, el padre vende su casa, sus propias ropas, sus muebles, todo, y se impone una vida sin placeres. Si era rígido con su hijo, ahora pasa a serlo consigo mismo». Y me ha hecho pensar en cómo estamos reaccionando en la vida consagrada en la situación actual.

Es indudable que los consagrados somos un cuerpo vivo, pensamos frecuentemente en el mañana e incluso hacemos proyecciones y propuestas. Pero somos un cuerpo herido: por el paso del tiempo, por las historias sin digerir, por el miedo y por la indecisión. Nuestras heridas, claro está, tienen mucho que ver con que no son muchos –ni muchas– jóvenes los que encuentran su sitio en nuestras casas o nuestros claustros. Hay cierto olor a muerte que empieza a impregnarlo todo… también las decisiones. Nuestra herida se llama incertidumbre ante el mañana, pero no contemplada en un horizonte lejano, sino en la inmediatez.

Y quizá la respuesta, más inconsciente que consciente, se parezca a la obra teatral de Terencio. Nos hemos impuesto una tristeza ambiental que tiene mucho de negatividad y poco de esperanza; mucho de norma y poco de flexibilidad… Mucho de ley y poco de vida. Y además insistiendo en que lo nuestro es la vida, el cuidado de la vida, la celebración de la vida y la búsqueda de la vida… pero con una inédita rigidez que no deja mucho espacio al sueño evangélico, ni a la realización de aspiraciones que relajen la presión.

Hemos exigido mucho y, en consecuencia, nos exigimos mucho. Y esa tensión se paga. El precio es la reducción de sonrisas y espontaneidad; el perfeccionismo que evalúa incesantemente abriendo muros de protección y distancia; la búsqueda de espacios personales e intransferibles; el orgullo y la soberbia de lo mío; la falta de aceptación y misericordia; la ausencia de comunidad; la ausencia de perdón, de libertad y, hasta, de Dios.

Es paradójico que los santos que a lo largo de la historia nos han podido hablar de la cercanía de Dios en sus vidas, nos dejan un ejemplo de normalidad y humanidad sencilla que cautiva y, sin embargo, todavía sigamos pensando que la cercanía con Dios ha de envolverse en formas graves y distantes. Es sorprendente que, en nombre de Dios a quien nadie sobra, podamos mantener actitudes tan excluyentes, parciales y fragmentadas.

Tengo la sospecha de que todo ello responde a una carencia vitamínica a la que no estamos dedicando la atención que requiere. Hablamos de ella, pero pensamos que son otros y otras quienes la necesitan. Incluso, podemos creer que nosotros –cada uno– estamos dedicando el mejor tiempo a ello. Y me temo que no es así. La carencia es el cuidado de la persona y la medicación es la escucha de calidad.

Si hay algo que va quedando claro es que no necesitamos muchos más textos al respecto, tampoco frases de relumbrón, necesitamos minutos de calidad, preciosos, en los que posibilitemos que cada persona se reconozca, se quiera y reaccione. Sin ese paso, podemos seguir construyendo un todo ordenado –mientras las estadísticas aguanten– pero tan frágil como un castillo de naipes que se desmorona, sin sentido, en cuanto se mueve una carta. La fragilidad de nuestras estructuras y proyectos no es menor. Todo está dependiendo de que un día, una hermana o un hermano, se pregunte profundamente qué quiere de su vida, a quién quiere en ella y por quién lo daría todo. Ese día, puede abrazar a la comunidad porque experimenta la complicidad en una misión que llena su vida, o puede marchar, aunque se quede, viviendo su propia soledad y regalándola en todo lo que hace.

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