viernes, 3 mayo, 2024

NÚMERO DE VR, JUNIO 2023

Hombres y mujeres del alba

Nos dice María Zambrano que «el alba da la certeza del tiempo y de la luz, y la incerteza de lo que luz y tiempo van a traer». Esa aparente ambigüedad nos invita a una nueva visión. Vamos tomando conciencia de que la situación de la vida consagrada no está pidiendo una reparación… está reclamando una reforma. Y precisamente por ello, por la magnitud de lo que intuimos que hay que hacer, nos ocupamos en infinidad de pequeñas reparaciones que, en realidad, nos pueden distraer de la búsqueda de lo desconocido que se encuentra oculto, latente y esperando para dar a luz una nueva vida consagrada. La que pide este siglo y el Espíritu necesita.

Es muy oportuna la reflexión sobre «hombres y mujeres del alba» que, sobre todo, en América Latina, pero también en el resto del planeta, la vida consagrada está haciendo. La necesitamos. Pero es una reflexión que también recibimos envueltos en las sombras de la noche. Nos ocurre como a Nicodemo… el miedo nos obliga a soñar con un nacimiento a la novedad, que nos llega de noche (Jn 2,23). Es de noche, cuando todo está parado, cuando todos descansan, cuando el ánimo se «levanta y atreve» y, a la vez, cuando se llega a pensar que todo es fruto de una ensoñación que se desvanecerá con los primeros rayos de la luz del día… Sin decisiones reales de cambio ni operatividad. Todo puede volver a la rutina sin vida con el alba.

Nicodemo es el paradigma de los consagrados y consagradas de nuestro tiempo. Como él, no se niegan a soñar, pero ponen muchas condiciones para empezar a hacer los sueños vida. Sobre todo, tienen dificultades para comprender qué significa nacer de nuevo (Jn 3,7) y así, separarse del guion conocido, pero estéril, en el que pueden estar viviendo. Porque, como afirma, María Zambrano, «por clara que sea, el alba es siempre indecisa».

Esa indecisión nos mantiene en la noche de la vida consagrada muy cansados… casi extenuados. Quizá con el sabor ambiguo de no saber si todo lo vivido con esfuerzo nos ha acercado a la gracia de la vocación o a la responsabilidad de la función. Nuestro cansancio se manifiesta en una dificultad persistente para sonreír; en un temor atroz al corazón; en una vida poco compartida y muy organizada desde el miedo; en el complejo de luchar por migajas de poder; en haber reducido a Dios a una parte del horario; en batallar por pequeñas cosas, pequeños sitios, pequeños privilegios, en una mirada miope que no alcanza a ver Reino en el mundo.

Pero «no se llega al alba sino por el sendero de la noche», dicen los Nahuas de México. Sí, la noche, también nos propicia pensar en la «hermana muerte»: ¿A qué tiene que morir la vida consagrada? ¿Cómo debe ser esa muerte?

Es la muerte de un «texto y un contexto», porque el Espíritu propone un escenario distinto, inédito, sorprendente… donde, también en este tiempo, los valores de la consagración respiran, discurren y sonríen.

Descubrir esa «muerte» necesita la fragilidad de la noche para que, llegado el alba, sepa crecer con ella poco a poco, suavemente, hacia luz. La noche muere y se abre el día… pero es un tiempo que discurre lento, muy lento… Por eso el alba, para ser fecunda, necesita serenidad que la interprete y entienda como novedad y no como prolongación de la noche. A veces, el deseo de la luz intensa nos lleva a precipitar el amanecer y no vivirlo; nos lleva a la pereza mental de no creer en la novedad y así confundir el alba con la noche… Porque la luz del alba es tenue y progresiva… ilumina y desvanece la sombra en una premiosa lentitud, no deslumbra en un «de repente» artificial.

 

 

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