La vida consagrada busca su sitio
Habrá quien nada más leer el título niegue la mayor, para afirmar que la vida consagrada ya sabe cuál es su sitio. Sin embargo, no parece que la afirmación pueda ser generalizada ni generalizable.
Cuando hablamos de la vida consagrada y su memoria, solemos desplazarnos hacia márgenes tan perfectos y sublimes que, por serlo, están muy desconectados con el rostro real de lo que vivimos. Quizá lo honesto sea reconocer que, efectivamente, el proyecto de Jesús es sublime y, por serlo, es capaz de encarnarse en mujeres y hombres que, entre sombras, quieren vivirlo, celebrarlo y ofrecerlo. Y ahí estamos, y ese, indudablemente, es nuestro sitio incierto.
En todos los momentos de la historia, los consagrados sintieron el impulso –buscando autenticidad– de volver a los orígenes. Y es indudable que los orígenes espirituales y carismáticos hablan de valores no contaminados: pobreza, arrojo, pasión por la misión y fraternidad feliz y gratuita. Esos orígenes no son otros que la proximidad y cercanía con quien en sus palabras y gestos anuncia Reino: Jesús. Considero que esa búsqueda sigue intacta. Está presente en las entrañas de cada mujer y hombre consagrado. Pero también voy percibiendo cómo identificamos, frecuentemente, fidelidad y proximidad con Jesús, con cualquier gesto voluntarista que no nos inquiete demasiado. Como si el tiempo actual de los consagrados hable más de conformarse que de arriesgarse, o como si aceptásemos un «premio de consolación» porque no podemos aspirar a que el amor se pueda vivir sin glosa.
Mariano Sigman en su libro El poder de las palabras (2022), donde expresamente afirma que la vida puede cambiar conversando, recoge el testimonio del científico y Premio Nobel en 1965, Richard Feynman. Su método consistía en «elegir y definir bien un problema de estudio. Pensarlo. Explicárselo a otra persona, idealmente un niño. Encontrar todos los lugares donde la explicación no fluye. (…) Una vez detectados, volvemos a estudiarlos y repetimos la explicación hasta que fluya de manera impecable. Solo cuando eso sucede, hemos entendido el problema».
Me reafirmo en que la vida consagrada tiene que encontrar, para este ahora, su sitio. Ese sitio no es nuestra historia, ni nuestras historias que bien sabemos no son tan gloriosas. Necesitamos encontrar el sitio contemporáneo del Espíritu, el que nos dice por qué un estilo de vida tan especial, original y único sigue siendo necesario y anuncio de algo nuevo. Siguiendo a Feynman quizá solo tengamos que aprender a escucharnos… ¡Y digo solo! Al compartir lo que son nuestras «verdades» probablemente nosotros mismos caigamos en la cuenta en qué no fluyen, o no son tan veraces o tan fuertes. Solo necesitamos interlocutores, lo que acertadamente llamamos hermanos o hermanas capaces de escuchar. Estos, a su vez, podrán relatar sus verdades, tan endebles como las nuestras, pero que, en ellas, gracias a nuestra escucha van a encontrar sus fortalezas y debilidades.
La clave es un cambio de estilo. Compartir, dialogar y, mucho más, discernir, no puede reducirse a un enfrentamiento o batalla, sino a un descubrimiento. ¡Cómo cambiaría la situación de la vida consagrada si entre nosotros dialogásemos para aprender y no para convencer!
El sitio de la vida consagrada nos lo va a decir ella misma si la dejamos hablar. Nos recordará que nació para anunciar amor y hospitalidad; para hacer sitio a todos; para acercar el Evangelio a quienes menos posibilidades tienen, porque es pobre. Nos dirá que su identidad es la comunidad donde no se compite, ni se lucha. Donde la «abundancia del corazón» habla de perdón y agradecimiento. Si de verdad la dejamos hablar, encontrará su sitio y significará…Eso sí, tendrá vida muy lejos de clericalismos, «canonjías» y trueques de cargos… que ahora la pueden estar despistando.