NÚMERO DE VR, ABRIL 2022

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Como «uno más»

Los consagrados estamos aprendiendo –no sin dolor– a no ser considerados «especiales». Lo nuestro es la radicalidad del amor, la esencialidad manifestada en gestos suaves, no invasivos, que anuncien la totalidad de Dios.

A este discernimiento no hemos llegado solos. Nos ha impulsado la realidad. Especialmente nuestro mundo herido, primero por la pandemia y, en nuestros días, por una guerra cruel.

Aprender a ser uno más no es diluirse, ni desdibujarse, ni perder el horizonte. Es situarse en la verdad. La diferencia nunca puede proceder de una supuesta excelencia, sino de la esencialidad y la llamada. Ser uno más es ser hermano, compañero de suerte y de camino. Aprender a estar en la vida disfrutándola y creándola; llorándola y transformándola como el resto de la humanidad. Es el desde Quién lo que nos cualifica, no nuestras «artes aprendidas» para ser considerados diferentes o especiales.

Hay mucha costumbre que desbrozar, mucha inercia que debe caer sola. El peso (y el paso) del tiempo está ayudando lentamente, pero a conciencia, en este proceso de liberación y engrase para dialogar con el nuevo mundo. Por más que nos empeñemos en sostener y apuntalar hay estilos que no aguantan más. Es más, aunque parezcan sólidos, esa firmeza es su manifestación de falta de agilidad para dialogar con este tiempo, con la era del Espíritu.

Hemos sido testigos del proceso vivido por no pocos consagrados durante la pandemia. Ha sido una meditación realista y esperanzada sobre la vida a lo largo de más de dos años. Estos hombres y mujeres no solo han adquirido capacidad y visión para ser consagrados en este nuevo tiempo, sino que han aprendido a ser, con la humanidad, hombres y mujeres en camino y búsqueda. No es menor el peso de transformación que está dejando la invasión de Ucrania. Los que están sobre el terreno y los que estamos lejos de él hemos transformado la espiritualidad en compromiso y emergencia. La vida consagrada es un don para la humanidad y para la Iglesia. Y curiosamente es don, porque no reclama serlo y mucho menos necesita que se le reconozca o aplauda. Es don porque sirve de unión entre sensibilidades diversas. Ayuda a restañar las fricciones entre los dones jerárquicos y carismáticos que enriquecen al Pueblo de Dios. Se manifiesta porque ejerce un liderazgo de corresponsabilidad, porque lo suyo no es el protagonismo, ni la notoriedad.

Ser consagrado o consagrada hoy es entender la pedagogía de nuestro Dios que invita a dignificar el instante, a reconocer la gracia en el gesto pequeño, a convertir la vida en acontecimiento. Por eso, este desgaste de las familias religiosas ha de ser entendido dentro de ese plan pedagógico del Santo Espíritu. Nos está diciendo que no necesita nuestra fuerza de ayer, sino familias que sean signo e inviten a la búsqueda del Reino que se expresa en el encuentro, el discernimiento y la complementariedad.

Pero además «ser uno más» es todo un itinerario formativo. No es dejarse llevar. Necesita dos pilares en los cuales debemos incidir en esta etapa, ya abierta a la Pascua. El primero es el discernimiento. O convertir la vida en pensamiento y el pensamiento en vida. Hemos de superar la terrible tentación esterilizante de analizar para no decidir. Es el tiempo de la operatividad y de la posible equivocación. Es el tiempo del intento. El mayor enemigo para situarnos adecuadamente en esta era de salvación es la parálisis. Y esta se expresa de manera paradigmática en aquellas personas vacunadas contra cualquier cambio y en aquellas comunidades incapaces de verbalizar lo que les pasa y sumidas en un silencio pre-pascual. El segundo es la misión compartida. Todavía reducida a momentos puntuales y casi estéticos. Hay que ceder espacios y mandos; cargos y estilos. La misión compartida, mandato del Señor, exige un proceso sinodal de conversión y escucha. Porque hoy por hoy, seguimos teniendo monopolizada “la propiedad” los consagrados. Intuyo que cuanto más real sea este compromiso de «desaparecer», ceder y cooperar, mayor luz adquirirá la gracia de la consagración. ¿Será posible para esta generación?