Número de marzo de VR 2015

0
1312

Para tener vida, cuidar el signo.

Son tiempos de signo. Algo breve, elocuente, directo y bien conectado con lo profundo de la vida, tiene eco y trasciende. Francisco es un maestro del signo en un contexto, la Iglesia, que había perdido conexión con la realidad. Basta una palabra, un gesto, un guiño o un movimiento de sus manos para que esta humanidad, sedienta, caiga en la cuenta que tiene quien la escuche, quien la comprenda y quien le hable a Dios de ella. Es para todos un anuncio explícito de posibilidad y vida. El evangelizador encuentra en Francisco un guión preciso de cómo, dónde y con quién. El cómo es la cercanía y la humanidad; dónde, el lugar en el que la persona se cuestiona y lucha; y con quién, nos a aquel que está necesitado, es débil, o no tiene aliento. No desaparecen los textos, –grandes y plagados de declaraciones solemnes–, pero éstos, tienen valor en un hoy, –que es el kairós–, únicamente desde el gesto misericordioso.

Nuestra portada es el Papa en uno de sus múltiples encuentros. Está con Jesús Barcia, un niño valiente que mantiene la mirada, bien firme, a la enfermedad. Sabe que su amigo el Papa, no es la curación, pero está seguro que le habla a quien todo lo puede, de su vida y sus sueños. Es el valor del signo frente a la eficacia; es la cercanía frente al tópico; es el calor humano frente al virtual.

 

Para tener vida, a los religiosos se nos pide que sigamos aprendiendo a integrar el signo valioso que el mundo llama ineficaz. El que nos lleva a otras fronteras y nos permite tomar decisiones arriesgadas. Verdaderamente si algo está incorrupto en medio de tanta transacción económica es la «moneda limpia» de quien se entrega a los demás por puro amor. Todo lo que enturbie este principio en las grandes y pequeñas decisiones en la vida religiosa, debe desaparecer. Todo lo que necesite explicaciones o justificaciones llenas de rodeos o ambigüedades, debe desaparecer. Todo lo que suene a reiterado, lo ofrezcan otros, tenga precio o no sea accesible para los más pobres, debe desaparecer.

Salir a las periferias, ser expertos de comunión u oteadores de por dónde va el querer del Espíritu, necesita un adiestramiento que, hoy por hoy, parece adormecido y, a veces, muerto. Cuando pedimos vida –y debemos hacerlo–; cuando suplicamos nuevos o nuevas agentes de evangelización, –y es nuestra obligación–, debemos saber que hemos de predisponer nuestras vidas para hacerlo posible. Hemos de recuperar el amor cuidadoso del signo, el valor poético y utópico de la vida, la serenidad de la sencillez para valorar las cosas con la mirada limpia de un niño. De otra manera, nos perdemos lo más grande porque no vemos sino que tasamos; no nos encontramos, nos reunimos; no oramos, consumimos; no esperamos, calculamos; no gozamos en la entrega de la misión, trabajamos; no somos creativos, dirigimos o mandamos, y no nos amamos, competimos, criticamos o juzgamos.

Por eso algunos grupos humanos pierden su razón de ser. Crean palabras y documentos –eso sí– ,los consumen, los distribuyen caprichosamente pensando solo en discusiones teóricas que no afecten la vida ni a los gestos evangélicos que ésta debe propiciar. Así no solo pierden capacidad para gustar el milagro, sino que ofrecen lo que no se necesita o no viven.

La vida religiosa no puede permitirse el lujo de permanecer «adormilada» ante la necesidad evangélica del signo. Es su identidad. Estamos llamados a ser un resto débil –mucho más débil– y mucho más inspirado. Estamos convocados al signo elocuente, sincero, directo y transformador. Estamos invitados a ser el abrazo a la humanidad en lo que ésta vive y no tanto en el escenario que nosotros hemos creado para que vida. Estamos urgidos a llenar nuestras estructuras de vida para este presente. Para ello, hay que recrear la profecía, abrir puertas, escuchar más, aprender a dialogar y «cuidar la persona en primera persona».

Abrazar el signo, llena nuestras comunidades de una vitalidad insospechada, nos hace sensibles a la profecía, nos capacita para ver el paso de Dios, nos instruye en la docilidad para leer su voluntad y nos devuelve la felicidad del inicio vocacional. No abrazarlo nos mantiene en el consumo religioso, en la lectura plana de la realidad y en el cumplimiento del deber estipulado en días, trienios, ciclos litúrgicos, capítulos u hojas del calendario. No abrazar el signo nos mata, poco a poco, pero nos mata.