A mi entender hay dos tipos de miedo. Tenemos miedo cuando pensamos que podemos perder algo que nos resulta muy atractivo. Por ejemplo: tenemos miedo de que nos quiten nuestro dinero. O tenemos miedo de perder el trabajo. O de que alguien nos haga daño. En estos casos el miedo va asociado a la pérdida de bienes efímeros o temporales, aunque sean bienes que apreciamos mucho. Hay otro tipo de miedo, propio de los creyentes. Tenemos miedo de que se rían de nosotros o de resultar ridículos si damos testimonio de Jesucristo. En estos casos somos cobardes porque no nos atrevemos a confesar abiertamente nuestra fe. Una pregunta un poco ingenua: ¿qué tipo de miedo es el que hay cuando no queremos acoger al forastero o el inmigrante? ¿Quizás un poco de cada uno, miedo a perder comodidad y miedo a las consecuencias que conlleva la fe cristiana?
El miedo de perder el dinero no es el miedo del que habla Jesús. Aunque en algún sentido tiene que ver con la fe en Jesús: el miedo a perder el dinero demuestra lo apegados que estamos a él. Como no se puede servir a Dios y al dinero, el miedo a perder el dinero demuestra lo poco que servimos a Dios. Por el contrario, el miedo del que se acobarda cuando hay que dar testimonio de Jesucristo está directamente relacionado con la falta de fe. De lo que el creyente debería tener más miedo es de perder a Dios, de no confiar en Dios o de alejarse de él.
Cuando tenemos miedo de perder nuestro dinero, estamos solos con nuestro miedo. Cuando tenemos miedo de comprometernos con el Evangelio, este miedo desaparece si caemos en la cuenta de que Jesús está con nosotros en la tormenta, de que Jesús nos acompaña en nuestras tribulaciones. Y esta conciencia de la presencia de Jesús hace que el miedo desaparezca. Hay miedos que nos dejan solos con nosotros mismos. Hay miedos que desaparecen cuando nos sabemos acompañados del Señor. Porque su compañía es fuente de confianza y de fe. Ya no hay miedo cuando hay fe.