martes, 19 marzo, 2024

MONOGRÁFICO III 2015

Cubierta-3-15Recrear la visión para conquistar la comunidad

Una visión que nos aleje de la realidad

Solemos hablar con insistencia del necesario acercamiento a la realidad. No hay experiencia de sanación transformadora si no se da esa encarnación-asunción de los hechos reales que configuran la existencia. Intuimos, sin embargo, que la propuesta de una comunidad que lo sea para este siglo tiene que partir de un alejamiento de los principios y estructuras comunitarias que actualmente denominamos comunidad.

Las circunstancias actuales nos hablan de un cansancio de las estructuras que paraliza buena parte de los intentos de actualización de los ritmos comunitarios. Creemos que los intentos de adecuación a este momento, conservando buena parte de las presencias apostólicas, ha traído como consecuencia un debilitamiento de la vida comunitaria que, desgraciadamente, se da por asumido cual derrota. Si a esta situación sumamos la insistente presión de la sociología que constantemente abunda en la disminución y el envejecimiento, nos enfrentamos a un indicador claro de la crisis que la vida religiosa padece en una de sus constantes vitales: la comunidad.

La mirada a la realidad no está propiciando aquella terapia necesaria para salir de la situación. Lejos de ello, se configuran nuevas estructuras que a pesar de querer ser más ligeras y fáciles, se transforman, con frecuencia, en otras nuevas, densas y burocratizadas que diluyen los niveles de referencia y dependencia imprescindibles para hablar de comunidad.

El principio comunitario remite siempre a la identidad y nunca a la función. Porque la identidad se nutre de la misión y, a su vez, ésta configura la identidad. Por el contrario, cuando los ámbitos de vida se ordenan a la atención de una función o trabajo, las estructuras nacientes terminan por engullir el anhelo vocacional que sostiene la vida de los consagrados. El engranaje de misión, creado por nosotros mismos, es en sí mismo un impedimento de las artes del discernimiento, la revisión de vida y el crecimiento espiritual que definen a la comunidad religiosa.

Afirmamos, por tanto, que un alejamiento de la realidad es una posibilidad y no una evasión. Las familias religiosas pueden reflexionar sobre qué comunidad puede expresar la vocación carismática a la que están llamados o llamadas. Cómo van a articular los ritmos de dependencia y oración para que sea el hilo conductor de la vida. Qué acuerdos de providencia y libertad pueden asumir para que cada presencia sea anuncio de Reino. Qué posibilidades reales, qué número de comunidades y qué responsables de las mismas para que se evidencie una presencia de trascendencia en los contextos donde la congregación, orden o instituto religioso está presente.

Una visión que nos acerque al Espíritu

Visionarios que hablen del Espíritu y comuniquen su débil fuerza. Quizá sea la terapia que las comunidades tengan que practicar para recobrar vida. La cuestión, como decíamos, no es tanto partir de lo que tenemos, sino soñar con lo que somos. Despegarnos de las circunstancias espacio-temporales que están marcando nuestras agendas para inaugurar un estilo de presencia más abierta y cercana, más pobre y menos organizada y, a la vez, más carismática y menos estructurada. La mirada al Espíritu como elemento distintivo e integrador va a propiciar una lectura carismática de la vida religiosa que la invitará a despegarse del guión preestablecido y la va a vincular a aquel guión original que no es otro que la Alianza. «Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios» se presenta así como la razón de ser y actuar de quienes encarnan, para esta era, los valores de la libertad y donación absolutas.

En realidad, estamos hablando de una reinterpretación del guión original, sin la presión ambiental de intentar hacerlo como se hizo en las décadas precedentes. Sobre todo, en las inmediatas cuando, curiosamente, más se habló de «nuevas formas» que, en realidad han propiciado un notable desgaste.

Cunde la necesidad de recuperar un estilo de vida comunitario, sin glosa, que en verdad reivindique la complementariedad de carismas y la libertad frente a los medios.

Descongestionar la propuesta de misión de artificio para reinventar el encuentro, la pura antropología, que conduzca a la transmisión teológica en esencia y la vivencia desde los valores trascendentes. No se trata de una cerrazón que convierta en un todavía más, sino en verdad un todavía menos que devuelva a la vida religiosa una sencillez perdida y que solo encuentra lugar en los límites de la comunidad.

Desde el Espíritu, cabe una lectura de la persona y su capacidad relacional sin la necesidad de términos imposibles o alambicados presupuestos que no cuenten con los rasgos antropológicos de este tiempo.

Estamos convocados a la comunidad hombres y mujeres de esta era, conocedores de la búsqueda y consecución en instantes; abiertos a un mundo de relaciones y referencias plurales y pluriformes; interdisciplinares; habitantes, en muchos casos, de ámbitos urbanos con lo que conlleva de consumo, posibilidad, proximidad y anonimato. Hombres y mujeres separados, por propia decisión, de la historia y de su historia.

Estamos hablando de personas que no pueden distanciar ánimo de fe y que, premeditadamente, entienden el seguimiento como llamada y reconocimiento personal y no como renuncia a su persona. Muchos de ellos, han descubierto el valor de la comunidad no como consecuencia de un pensado proceso pedagógico de adhesión a los valores del Reino, sino como primer argumento de contacto con un milagro sensible del paso de Dios por la historia.

Nunca entenderán la comunidad como un gran relato que hay que asumir, sino como un conjunto de «microrelatos» que tejidos constituyen un lienzo nuevo. No renuncian al mar, pero no quieren ser gotas que se confunden.

Quizá hablar de la comunidad y de los convocados a ella desde distintos y diversos parajes, sea el «analogado principal» del cambio de paradigma que vive la vida religiosa y que resueltamente asumimos intelectualmente como bueno, aunque vitalmente nos desconcierte y desconcierte nuestras instituciones.

Un liderazgo que obedezca al Espíritu en la comunidad

No es un proceso sencillo. Ni mucho menos claro. Se trata de una visión. Un camino en fe. Es difícil distanciarse de un trayecto bien subrayado por años de costumbre. Aparecen inercias que siempre estuvieron y que ahora se presentan, siendo bien antiguas, con pretensión de nuevas.

En realidad es bien comprensible porque se trata de un salto al vacío. En algunas personas aparece el desconcierto de cambiar lo que existe por la nada y la consiguiente desaparición y desesperación.

Quizá algunas personas, aunque queriendo y anhelando estilos nuevos y frescos se encuentran en un momento cronológico en el que todo les pide conservar, guardar y mantenerse. Y un buen grupo de religiosos perciben la vida con una mirada positivista y práctica. Algo así como si internamente se dijesen, «no está todo bien, pero no hay tiempo para sueños». Son quienes tienen sobre sí los hilos de sus instituciones y el peso de sacar adelante las cosas, a cualquier precio y de cualquier modo.

Es en este ambiente donde estimamos que se hace imprescindible un liderazgo que nazca de la escucha del Espíritu en comunidad. Que señale, desde la propia vida, un camino posible y real, sin perder la dependencia-trascendencia que muestra de manera inconfundible el brillo de la cercanía de Dios.

Se trata, en primer lugar, de un liderazgo que sabe a dónde va.

Que tenga itinerario y lo sepa mostrar, comunicar y contagiar. Para eso tiene que estar embebido de las posibilidades reales de la comunidad o congregación a la que sirve.

Tiene que saber simplificar. Son tiempos complejos en los cuales los frentes se multiplican y las necesidades terminan por descentrar lo que es verdaderamente importante. Se impone, por tanto, que haya personas que en la escucha del Santo Espíritu, sepan transmitir la sencillez y comprensión de una pluralidad querida por Dios.

El liderazgo que devuelve la vida a la comunidad es generador de cambios. No los teme y no es un testigo de aquel principio que sostiene buena parte de las presencias de la vida religiosa en Europa y que denota el «dejar las cosas como están, para ver como quedan».

Hay que generar cambios y aceptar que el Espíritu está remando hacia el futuro y en éste es donde encuentra sentido y explicación que unas personas, desde su libertad, se sientan impulsadas a donar y donarse íntegramente en este contexto. Ahora bien, no basta con impulsar cambios, el líder debe sostenerlos y vigilarlos para que no se despisten ni desvíen de la fuerza carismática.

Es muy importante que el líder no lo sea a la fuerza. Ni por que no quede más remedio, ni porque es el único. Ha de serlo y ha de conjugar un querer serlo que sea evangélico. Así y solo así, la persona estará dispuesta a «pagar» los costes que, sin duda, conlleva asumir ser testigo del Espíritu en la construcción de la fraternidad.

La comunidad necesita líderes que se formen para serlo. La visión nos pide que las asambleas de superiores y superioras, o los capítulos, lejos de ser un encuentro de información y de compartir un calendario, deben convertirse en auténticos lugares de Pentecostés donde fluya el Espíritu, se haga luz la vida y se recobren las fuerzas para construir la comunión plural que son las congregaciones y órdenes. Es tiempo de asumir espacios de auténtica formación para un liderazgo coral y profético en el cual convivan las iniciativas y posibilidades; la complementariedad y la novedad.

Son encuentros para la profecía y la inquietud, para la novedad y la gracia y no tanto para la consecución de objetivos, la construcción de un calendario o para el intercambio de funciones y cargos. Antes de cualquier elección, habríamos de recuperar aquella capacidad para la sorpresa que toda sociedad convocada en la fe debe tener.

En ámbitos cerrados, donde todo es previsible y ejercen, con fuerza, las filias y fobias humanas, el primer ausente suele ser la fe y con ella, sin duda, el Espíritu. Algunas decisiones y elecciones; algunos itinerarios de la vida religiosa reciente deberíamos tener el valor de preguntarnos si son signos de fe o compensaciones de grupos de fuerza o presión.

Solo desde la libertad que el Espíritu imprime en un liderazgo evangélico, las personas y las instituciones se proponen un camino hacia la oportunidad y el encuentro.

De lo contrario se reviven procesos de funcionariado y ubicación que terminan por ser letales para el alma de la comunidad que es la misión. Así pues, la osadía de «desfuncionariar» y «reubicar» a las personas desde el principio de la comunidad evangélica puede convertirse en una auténtica experiencia de vida para buena parte de las comunidades y congregaciones religiosas.

Abrir un proceso de novedad

Creemos en la novedad y queremos recuperar el valor de la palabra. Lo bueno no tiene que ser bueno necesariamente, pero hay que lograr identificar el anhelo de bondad con procesos que traigan novedad. A la vez, tenemos la convicción de que la novedad necesita testigos, hombres y mujeres con alma de profetas que descubran la felicidad en ser guías de un pueblo que camina en el desierto con espejismos y promesas, con lamentos y recuerdos, con tentaciones de eficacia y excelencia, incluso, con signos de muerte.

La novedad no es una palabra vacía. Esta preñada de contenido. Nos devuelve al signo y a la comprensión de que caprichosamente, lo que parece no valer es, en realidad, lo valioso.

La novedad es llegar a vivir la comunión no como un principio tejido de normas, sino como un estilo ético de existencia compartida y realizada. Donde lo importante no son los resultados o la relevancia de los mismos, sino la calidad evangélica que se genere y se contagie.

En definitiva, la novedad reside en una palabra tan antigua y presente como es la Alianza. Todavía hoy cargada de significación y fuerza: interpelante, sincera y capaz de convocar adhesiones de personas marcadas en su ADN por los logros de este tiempo, y también marcadas por el anhelo de eternidad, verdad y fraternidad universal que deben ser los principios guía de la vida religiosa de todos los tiempos.

Para ello, solo es necesario que las personas descubran el sentido de su vida en el corazón de Dios y, a su lado, hombres y mujeres guía que, con paciencia, recuerden que lo importante no son ni los números, ni los proyectos, ni las presencias de estos años pasados, sino la urgencia evangélica de conmover, despertar y evocar Reino en todas las sociedades. Crear procesos de Reino. También en lugares que parecen satisfechos, desorientados o desconectados de Dios.

El liderazgo que sostiene una comunidad con vida

Nos referimos a la capacidad que desarrollan algunas personas y algunos ambientes comunitarios para situar el proceso comunitario en tensión de buscar y expresar los valores del Reino. Se trata de una auténtica tarea de simplificación o purificación de esquemas y estructuras que hoy dificultan la comprensión evangélica de la esencialidad de la vida religiosa.

Los imperativos de misión que han ido naciendo entre nosotros quieren ser comprensivos de una humanidad que se encuentra en una encrucijada inédita. Van surgiendo nuevas ideas, que ya no lo son tanto, y que, a su vez, van fraguando proyectos, presencias, estructuras y modos que, ciertamente, agotan la esencialidad carismática de la vida religiosa. El liderazgo de este tiempo, lejos de ofrecer garantías para poder seguir llevándolo todo, tiene que ser el arte para desplazar las fuerzas de la vida religiosa hacia su absoluta originalidad, novedad y alternativa. Solo quienes sean capaces de superar la propia tentación de garantizar y garantizarse como «especie al servicio del poder» gustan la libertad imprescindible para un liderazgo evangélico que persuade, motiva y empuja hacia una conversión identitaria de la comunidad religiosa para este presente. Precísamente porque la fuerza de la motivación no es sacar adelante un proyecto, sino la necesidad vital de compartir un proceso de Reino.

Conocen estos hermanos y hermanas el gusto de la inoperatividad o insignificancia a ojos de una lectura productiva. Descubren así, que el lugar de la vida religiosa está bien lejos de la competitividad, el rigor o la empresa. Son los que, en tiempos de decrecimiento y crisis, devuelven a la vida religiosa, –a las personas–, confianza en sí mismas, porque la cuestión no está en sacar adelante lo que teníamos, sino en dejar una vorágine de sostenimiento que acentúa demasiado la debilidad y el envejecimiento de la psicología de las comunidades.

Tienen, por tanto esa inteligencia intrapersonal para convocar a sus hermanos o hermanas hacia lo verdaderamente importante. No son ellos o ellas los únicos útiles, sino que devuelven una utilidad perdida a buena parte de las generaciones más adultas o ancianas, porque la esencialidad no estará ya en la eficacia o productividad, sino en el signo, la utopía, la donación o el milagro. Ayudan a entender que la situación, siendo bien compleja, tiene un nudo que conviene soltar y que no es otro que la ruptura con unas presencias, incluso evangélicas, que no son para nosotros ni para nuestro tiempo. Es un liderazgo que piensa mucho en un nosotros fecundo y poco en un «yo mismo que triunfe» por eso, la medida de las consecuencias siempre está condicionado por razones de Reino, difíciles de cuantificar, pero imposibles de contestar o rechazar.

La búsqueda de la excelencia, aquel reconocimiento y admiración social con el que tejemos una historia, ciertamente, gloriosa, no es argumento de vida para un hoy que está necesitando que la presencia de Dios se cuente de otra manera, con otras palabras y gestos. La oferta de presencias que suponen un bien social, pero que están en continua competencia con el mismo logro social que las sociedades o estados han conseguido, nos llevan a una suerte de redundancia que anuncia un todavía más que el final de una etapa está próximo.

La comunidad religiosa que nada reclama. Que es mesa servida sin condiciones que recrea y celebra; que comparte y ofrece la invitación de Dios a todo y a todos, es un signo, no corrompido, que necesita nuestro tiempo y nuestra vida religiosa. Ahí es donde un liderazgo creativo que sepa conjugar en primera persona los compromisos recrea la vida y la novedad de la misma.

Para ello, estimamos que el itinerario del liderazgo al servicio de la comunidad, este momento histórico, debe subrayar:

El tener objetivos claros y saber a dónde va…

 Porque es demasiado frecuente percibir que los objetivos se pierden en la sola búsqueda de que las cosas queden como están…«para ver como quedan». Más que ideas y programas de gobierno, tantas veces impostados, la clave es saber a dónde se va. Estar llenos del Espíritu para intuir derroteros limpios, no saturados y devolver a la comunidad la confianza y la experiencia gozosa de celebrar sencillamente la libertad de espíritu.

Son objetivos tan poco cuantificables como la alegría que es capaz de celebrar la comunión; la integridad del corazón de las personas; el necesario desarrollo relacional de las comunidades; la atención adecuada a cada edad y cada cultura; el milagro de posibilitar que lo trascendente inunde la normalidad de las relaciones comunitarias.

 Simplificar y saber centrar el interés en lo importante

O lo que es lo mismo, pronunciar y vivir, palabras en las que uno se siente impulsado a creer. El punto entre el necesario cuidado de la tradición y el abuso de la misma es delicado. No todas las formas porque se hicieron siempre merecen seguir editándose en el presente; al igual que no todo lo que tiene sobre sí el peso de la historia debe desaparecer. Esa visión inteligente de equilibrio y simplificación debe estar palpable en quienes lideran la comunidad o la congregación. Con frecuencia, cuando esa visión no esta activada desde el Espíritu, o cuando el liderazgo se convierte en «gestión de crisis» se eliminan «fardos pesados» con historia, para cargar con otros, sin historia, pero igual de pesados y absurdos. Aunque estos tengan una articulación perfecta, con líneas transversales, opciones fundamentales, objetivos generales y específicos…

 Ser generador de cambio

Es imprescindible para este momento. La simple constatación de que algunos estilos, formas, obras apostólicas o comunidades no tienen vida no basta. Ser generador de cambio es toda una transformación que nos lleva de la descripción y la sociología, a la creatividad y la teología. Lo más curioso es que para generar el cambio se ha de amar la realidad de lo que se tiene. El «nuevo lugar» de la comunidad religiosa no vendrá de la novedad o artificio con que contemos lo que hacemos, sino en el estilo de amor gratuito y sincero que podamos ofrecer. Generar cambio es salir del mercado de lo «comprable», superar la tentación del buenismo o dormir la inquietud evangélica con el confort. Generar cambio es buscar, incansablemente, la originalidad evangélica del don vocacional y compartirlo, recrearlo y ofrecerlo. El cambio más real es aquel que devuelve a la comunidad religiosa una libertad perdida y que solo conquistará, de nuevo, con una auténtica «auto-desamortización». En los actuales procesos de reestructuración, la constatación más dolorosa es la articulación de una redes patrimoniales desproporcionadas respecto a una vitalidad muy menguada de quienes tienen que dar significatividad a las mismas. Generar cambio exige, por tanto, la ruptura con lo que hemos hecho, para mirar directamente a las personas en su estar, vivir y creer sin crear itinerarios ficticios que únicamente pretendan salvar «lo que éramos», sin tener en cuenta «lo que somos».

 Estar dispuesto o dispuesta a pagar el «costo»

 El liderazgo desgasta y consume. En un contexto cultural en el que en primer lugar y casi prioritariamente, la persona se centra en pensar en sí, soñar para sí y procurarse un futuro, algunas personas reciben la llamada de olvidarse de sí, para recrear la comunión. Es un costo inevitable, evangélico y, por ello, sorprendente. No se trata de ningún privilegio, ni una suerte de posibilidad añadida a la consagración. Sencillamente es un costo evangélico que la persona debe asumir para que sea un liderazgo límpido, no condicionado o corrompido. El Papa Francisco no duda en un mensaje de liderazgo que ciertamente supone un «costo grave a su persona». Con frecuencia habla de las compensaciones y corruptelas, grandes o pequeñas, de quien no entendiendo la misión de olvido de si, utiliza el servicio para su propio interés. No es infrecuente confundir el liderazgo con popularidad o, incluso, con poder. Sin embargo, para que sea un lider generador de vida, paradógicamente, lo más significativo es que no se perciba el cuidado de la propia vida, porque su identidad se centra en una «proexistencia» apoyada en el soñar y buscar de las hermanas o hermanos. Pagar el costo es, pues, remar contra corriente del dictado social. Debería ser este uno de los rasgos primeros a la hora de proponer, o retirar, la confianza del liderazgo a una persona: «¿Está dispuesto o dispuesta a olvidarse de si?», «¿Cree que puede pagar el costo de vivir una existencia oculta o callada para que puedan brillar sus hermanos o hermanas?». Quizá bastasen las respuestas sinceras a estas preguntas sencillas para que algunas personas jamás buscasen un liderazgo para el que no están capacitadas.

 Formarse para ser líder de una comunidad

Hay que reconocer que la formación como criterio y tensión, forma parte de los logros mejor explicitados de la vida religiosa. Hemos entendido que no existen trayectos de novedad si éstos no se apoyan en una formación rigurosa y creciente. El liderazgo necesita formación. Si así se pudiese hablar, ser un «experto en lo suyo», aunque dispuesto siempre a aprender. No existen dones innatos que suplan la necesaria formación para comprender, atender y coordinar las expectativas que nacen de las personas hoy convocadas a la comunidad religiosa. Aquel principio básico que nos exige conocer el pasado, soñar el futuro y recrear el presente, pide tiempos profundos de reflexión e interiorización. La formación para el liderazgo no es una suerte de exclusivismo, sino de responsabilidad y oblación. No se asume un servicio de liderazgo comunitario con la misma intensidad o carga de responsabilidad que una coordinación, una dirección o un cargo. Se trata de un ejercicio de fidelidad con personas y para las personas. Ser un hombre o mujer capaz de ofrecer la luz armónica de Dios para recrear la fraternidad evangélica, implica formarse en humanidad, cordialidad, gratuidad o donación que son valores que exigen, en primer lugar, una disponibilidad antropológica que nace en la virtud y la fe.

 Decidir y atreverse

 La indecisión es uno de los indicadores, más fiables, de que el futuro está cuestionado. No pocas familias religiosas y comunidades están paralizadas, indecisas, aguantando o esperando. Van consumiendo días o acciones, o campañas o rezos, pero no experimentan estar generando vida, por mucho que lo relean en documentos. Se sueña con otros estilos, pero se serenan los sueños con una indecisión llena de prudencia. No hay visión suficiente para captar que también se puede morir de prudencia. Líderes capaces para tomar decisiones arriesgadas y, por tanto, capaces de asumir que las cosas no salgan del todo bien, se de la equivocación o el fracaso, son los que llevan a las comunidades a parajes de vida. Percibimos que el problema de la vida religiosa en este tiempo no está tanto en tener que frenar la osadía, cuanto en posibilitarla y urgirla. Los líderes no son los buenos conservadores de piezas numeradas de museo, sino quienes devuelven vida a quienes ya se han resignado a consumir sus días sin esperar novedad.

Decidir no es improvisar, sino llevar a su realización el discernimiento. Es liberar, agilizar y sugerir. Es reducir e iluminar. Es devolver a la fraternidad la centralidad que ha perdido en pro de una funcionalidad gastada. Es además el reconocimiento de que las justificaciones para no desplazar la vida religiosa hacia la frontera geográfica y psicológica, se hacen no tanto desde la constatación de las búsquedas de las personas, sino desde la sospecha de que la vida religiosa, por su ancianidad en occidente, no puede arriesgarse. Lo cual, en absoluto, no es verdad. De hecho, las decisiones más claras y proféticas las encontramos en personas que han hecho trayecto, están por encima de sueños profesionales y son testigos de una lectio divina encarnada.

 Orientar hacia las oportunidades y comprometerse con ellas

 Tiene el liderazgo la capacidad para intuir el kairós y el querer de Dios en él. Además, reconoce que por imprevisible o no esperado, no puede truncar las mociones del Espíritu, por eso donde algunos leen desolación o final; el líder lee novedad, nuevo camino o recreación de la fraternidad. Una vez más no sacia la necesidad de vida de la comunidad religiosa, constatar lo que no sirve o lo que en las relaciones humanas está dando esperanza a la humanidad, el liderazgo evangélico que cuida la comunidad trata de incorporarlo y se compromete con ello.

Principios incuestionables como la misión compartida, la interculturalidad, la intergeneracionalidad o la armonía entre persona y comunidad deben dejar de ser cuestiones para debatir animadamente en asambleas o capítulos, para ser la praxis evangélica en la que se construya cada comunidad. El liderazgo que genera vida no es el que protege a modo de burbuja un ámbito de relación artificial, sino el que oxigena las relaciones, crea una familiaridad porosa y abierta y rompe la distancia, inexistente, entre misión y vida. Comprende el líder que ayuda eficazmente a la conquista de la comunidad que la oportunidad, para ésta, no es la intimidad ni la protección, sino la calidad, la relación y la normalidad.

 

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