Me da alegría que estemos recorriendo caminos de colaboración, de complementariedad de las formas y carismas en proyectos compartidos. Pero me gustaría también que siguiéramos reflexionando y discerniendo, de modo compartido y en los diversos contextos culturales, la identidad de la vida consagrada hoy desde el seguimiento de Cristo, que es su “norma suprema” y desde la dimensión profética, “desempolvada” últimamente, sobre todo a partir de la Carta de Francisco “Alegraos”.
Estamos viviendo un tiempo nuevo de fecundidad de los carismas. Son un don para la Iglesia, que la embellecen y llaman a crecer en comunión; dones para el mundo, la humanidad. Agradecerlos es vivirlos hoy con la vitalidad que viene del Espíritu. Pero creo que debemos explorar y dar mayor acogida a las manifestaciones del Espíritu que, al parecer, está suscitando con fuerza una nueva fecundidad de los carismas de nuestros fundadores entre los laicos, en diversas formas de asociación y compromiso desde una espiritualidad específica compartida. Lo hemos experimentado en el reciente capítulo general redescubriendo en el carisma el impulso que anima diversos estados de vida cristiana para participar en la única misión de Cristo. Esta fecundidad que brota de la creatividad misma del Espíritu y del desarrollo del carisma, a veces nos sorprende, a lo mejor confunde y pide diálogos y discernimiento, pero, en definitiva, rejuvenece el carisma y nos regala facetas del mismo que ni los Fundadores soñaron. Nuestras familias carismáticas están ensanchándose y se ensancha nuestro modo de comprender el alcance de los carismas, siendo una expresión viva de la “comunionalidad” del Cuerpo de Cristo.