jueves, 25 abril, 2024

A ELÍAS LE BAJAN LOS HUMOS

(Fernando Millán, O. Carm.)Como es bien sabido, el profeta Elías es una figura emblemática para los carmelitas que, durante siglos, lo hemos considerado incluso como nuestro fundador y, todavía hoy, lo invocamos en la Liturgia como “nuestro Padre San Elías”. Más aún, en la basílica de San Pedro en el Vaticano existe una estatua de Agostino Cornacchini -bastante llamativa y muy barroca- del profeta Elías con esta inscripción “Universus Ordo Carmelitarum Fundatori suo S. Eliae Prophetae erexit” y si en San Pedro (¡nada menos!) se dice que fue nuestro fundador, pues algo habrá de verdad, aunque les molestara a los bolandistas (antiguos y modernos).

Bueno, bromas aparte, el caso es que, en las últimas décadas, tras el Concilio Vaticano II, se han venido desarrollando y multiplicando los estudios sobre Elías, no solamente desde el punto de vista estrictamente bíblico, sino también en cuanto se refiere a nuestra “inspiración eliana”. Ha surgido así una interesante reflexión acerca de la implicación del Carmelo en la promoción de la justicia y la paz (desde una actitud profética), sobre el diálogo interreligioso (dado que Elías es una figura venerada en las tres grandes religiones monoteístas) o sobre la contemplación (desde la experiencia del profeta en el Horeb). Ni que decir tiene que Elías es una figura fascinante e inspiradora.

A Elías se le suele identificar con el profeta inquebrantable que mantuvo la fe en el Dios único y verdadero frente a la amenaza de la idolatría. Asimismo, es considerado el profeta que defendió a los pobres, que denuncio con valentía la injusticia y que no temió enfrentarse a los poderosos y a los reyes de su tiempo.

Pero, en un momento dado de la vida de nuestro profeta (repito, siempre inspiradora y atrayente), parece como si la realidad le bajara un poco los humos, algo que siempre viene muy bien, incluso a los profetas. Me refiero al hecho de que en el capítulo 19 del I Libro de los Reyes, Elías, quizás llevado por su celo profético y por algo de pesimismo (probablemente muy justificado), considera que no hay profetas de Yahvé en Israel. Se considera el único y en dos ocasiones repite: “Sólo quedo yo”. Su actitud es muy curiosa, ya que lo afirma tras darse cuenta de su debilidad junto a la retama y tras sentir la presencia de Dios en la brisa suave. Ello nos lleva a pensar que no actúa por vanidad, ni por presunción, ni por arrogancia… sino por un motivo aparentemente bueno y santo: porque se sabe débil y porque sabe que Dios está presente y le ayuda y, por ello -con una actitud, sin duda, laudable-, se lanza a combatir la idolatría y sus consecuencias.

Pero, poco más adelante, el autor sagrado nos cuenta que Yahvé dijo a Elías (casi sutilmente, como para no ofenderle) que había otros siete mil fieles de Yahvé y así Elías supo que no era el único como pensaba. En cierto modo, el Dios a quien servía y por quien daba la vida, le bajaba cariñosamente los humos.

Y ahora es donde yo me pregunto si esta lección no puede resultar significativa para nuestra Vida Religiosa de hoy. También nosotros vivimos en un tiempo de crisis. La falta de vocaciones, el envejecimiento de nuestros religiosos, la precariedad de nuestras obras… son ya casi estribillos que se repiten por doquier en el mundo occidental y ahí viene la tentación de pensar que somos los últimos en este páramo o erial que parece ser la Vida Religiosa en algunos países. Somos las únicas que guardamos la clausura, somos los únicos que nos preocupamos de la cultura en la Orden, somos los únicos comprometidos con la justicia y la paz, somos los únicos que mantenemos ciertas obras, somos las únicas que nos tomamos en serio la formación permanente… En principio este pensamiento es noble y generoso y nuestros hermanos y hermanas no se arredran: se lanzan como Elías a un trabajo heroico, al servicio, a la entrega de la vida. Pero, también es verdad que esta forma de pensar puede convertirse en juicio, en vanagloria o en el olvido de que este tinglado sólo lo mantiene y lo salva Dios, no nosotros. No somos llamados a ser héroes, ni a vivir en el ardor guerrero de quien resiste en forma numantina. No somos los salvadores de la patria. Somos pobres hombres y pobres mujeres que han recibido un don (en tiempos ciertamente complejos) y que están llamados a vivir en la humildad, en la gratitud y en el gozo.

Ello no significa (no debe significar) que seamos irresponsables, que no nos duelan y no preocupen determinadas situaciones que analizamos con realismo, que no nos dejemos la piel buscando soluciones y caminos nuevos… pero siempre desde la convicción de que hay otros muchos profetas de Yahvé, de que no estamos solos y de que Dios se vale de muchos modos y formas (¡a veces sorprendentes!) para seguir haciéndose presente en nuestra historia…

 

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