Piedra desechada:
Me encanta ese nombre tan tuyo, Señor, de “desechado”, “descartado”, “prescindible”.
Me encanta, porque deja a la vista esa dimensión tantas veces soslayada del misterio de la encarnación que es tu bajada desde Dios a los pobres, desde Dios a los prescindibles, desde Dios a los descartados, desde Dios a los desechados por la des-humanidad que cuenta, la que decide, la que se ha constituido a sí misma desde el principio en norma del bien y del mal, de lo útil y de lo inútil, de la vida y de la muerte.
Sobre la vida de tus hermanos pobres, lo mismo que un día sobre la tuya, no decide la humanidad, ni la justicia, ni la solidaridad; decide el poder, con sus parlamentos, sus leyes, sus jueces, sus fuerzas de seguridad.
El poder ha hecho criminal tu amor por encima de la ley, el amor de los padres a sus hijos enfermos, el amor de los pobres a los más pobres entre ellos: el poder, simplemente, ha hecho criminal el amor.
Para el poder, tú, Señor, con tu escandalosa opción por los desechados, eres una amenaza tan grande que le resulta inaceptable.
Tú, Señor, con tu absurda encarnación, con tu estúpida opción de abajamiento hasta lo hondo de la condición humana, eres la negación radical del sistema de opresión que devora desde el principio la vida de los últimos.
Gracias, Señor Jesús, porque te hiciste último, porque te hiciste siervo, porque entraste en la fila de los desechados, de los apartados, de los “sacados fuera” de la ciudad, de los que tienen que morir para que no se venga al suelo el edificio del poder.
Gracias porque tú, el Señor, te hiciste siervo de todos los esclavos de la tierra, y nos mostraste a tus discípulos el camino por el que hemos de llevar a los hombres el reino de Dios: haciéndonos últimos, siervos, esclavos de todos, y aceptando llevar contigo la estrella credencial de los desechados, los descartados, los prescindibles.
En cualquier otro lugar, estaríamos lejos de ti.