Monográfico V, Vr 2013

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De la abundancia del corazón habla la boca Mt 12, 34

Dios sigue siendo la gran cuestión de nuestro tiempo. Cómo lo vivimos y, en consecuencia, cómo transmitimos lo que vivimos es, sin duda, el gran argumento de nuestro crecimiento espiritual. Tengo la percepción de que el momento espiritual no es malo. A un nivel teórico es una ocupación clara en la vida de muchas mujeres y hombres consagrados. Desde el punto de vista práctico, es fácil descubrir en las personas de la vida religiosa cómo van delimitando los intereses reales de su vida y dibujan su existencia como “buscadores de Dios1”. Esa intuición largamente desarrollada en la teología de la vida religiosa contemporánea es, sin duda, la gran apuesta por una vida que se expresa en relación y compromiso con una realidad que manifiesta al Creador en todo lo creado. El consagrado no es el que ha encontrado plácidamente a Dios y dedica su vida a disfrutarlo. Sino el que diariamente sale a buscarlo y compartirlo en las veredas de la vida. En los caminos, siempre nuevos, que van configurando la realidad de la revelación.

Son ahora elementos distintivos de la espiritualidad del consagrado la conciencia de pertenecer a un mundo creado y global que, a pesar de tantos logros, padece una profunda situación de debilidad y desconcierto. Lo es también la siempre desconcertante constatación de que para Dios no hay fronteras ni políticas, ni culturales, ni religiosas… La vida religiosa celebra y vive una pertenencia a un mundo en búsqueda en el cual todos están convocados, forman parte y expresan algo de esa manifestación constante de Dios. Acentúa la espiritualidad también la inmediatez con que nos acercamos a la realidad, las redes y las oportunidades de vivir conectados, aunque mantengamos las injustas diferencias. Nace así un estilo de creyente y un modo de expresar la fe comprometida con la realidad sin las fronteras de ayer.

En medio de toda esta realidad, los consagrados estamos impulsados a buscar respuestas que duren y ofrezcan trayectos fiables. En primer lugar para quienes encarnamos la vida consagrada y, en consecuencia, para todos aquellos por quienes nos consagramos que, dibujan un contexto abierto.

Celebrar para vivir

Este es uno de los sugerentes subtítulos que ofrecía en nuestra revista Juan Javier Flores Arcas hace unos años. Y es que, ante todo, estamos hablando de la fibra que sustenta la consagración. Lo que vivimos celebramos y lo que celebramos vivimos. Decía él en el artículo citado que: “No podemos, hablando en cristiano, vivir de otro modo que celebrando y viviendo de los sagrados misterios de nuestra fe. Dado que la liturgia es “obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo que es la Iglesia” (SC 7) existe una unidad total entre Cristo y la Iglesia que se realiza en la celebración litúrgica. La vida de Cristo y de la Iglesia pasan al cristiano en una ósmosis total. De ella vive el cristiano y con ella realiza su propio plan de salvación”2.

Han pasado cinco décadas desde que nació la Sacrosanctum Concilium. Un proceso de renovación que se ha vivido de manera imparable y, a la vez, desigual en el seno de la Iglesia. Sin embargo, en el corazón de la comunidad cristiana, como fermento indudable de creatividad, fe y constancia, las comunidades de consagrados han servido y siguen sirviendo para recordarle al mundo la pertenencia a Dios. Esto marca la identidad de la vida consagrada y está enraizado en su ser.

En un tiempo en el que estamos reflexionando mucho sobre la comunidad y la misión, debemos traer al pensamiento cómo celebramos lo que vivimos y con qué fuerza transmitimos el gozo de pertenecer a un “resto inspirado” un pueblo elegido, una porción pequeña y débil salvada. El día a día de las comunidades de consagrados son un recuerdo de la pertenencia de todo lo creado a Dios, son la palabra de aliento a una sociedad cansada de ruidos, son la voz de los “sin voz” que elevan al Padre, la evidencia tantas veces olvidada, que la predilección siempre no es otra que “la oveja perdida”. Empapa la misión y fortalece la comunidad. Da razón de ser a tantas horas de espera gozosa de la realización del plan salvador de nuestro Dios.

El consagrado, llega a entender en su proceso de maduración humana y cristiana, que solo lo será en la medida en que logre hacer de su vida una expresión orante de compromiso y, además, se atreva a compartirlo frecuentemente con aquellos y aquellas que el don vocacional le ofreció como hermanos. El principio reafirmante del seguimiento se mantiene en ese hilo divino de comunicación que la liturgia hace brotar en el seno de la comunidad consagrada.

Es curioso, sin embargo, que en tiempos de delicada afirmación de los valores consagrados, la dificultad esté no tanto en cómo proponer a Dios, cuanto en cómo celebrarlo. Cómo mantenerse firme en la paz y sosiego que requiere una dedicación a la espiritualidad y, aún más, cómo pasar de la valoración teórica de la oración a una vida en Cristo constante y sincera.

La tentación es sencilla. Analizar nuestras liturgias comunitarias. Nuestros salmos gastados o los tiempos sin inspiración que consumimos queriendo ser coro de alabanza. El momento de la vida consagrada exige, sin embargo, que reparemos en cómo está el corazón de la persona llamada a vivir la pertenencia a la comunidad consagrada en el Espíritu. La oración comunitaria del siglo XXI no necesita nuevas formas, ni probablemente propuestas creativas que cambien sustancialmente el sentido de la oración, necesita creyentes que trabajen diariamente por experimentar el gozo de integrar una historia de salvación que se está realizando en el día a día de la oración litúrgica de la comunidad.

No nos parece baladí la exigencia de la Instrucción “El servicio de la Autoridad y Obediencia” para los superiores, afirmando que: “La autoridad está llamada a garantizar a su comunidad el tiempo y la calidad de la oración, velando sobre la fidelidad cotidiana a la misma, consciente de que se avanza hacia Dios con el paso, sencillo y constante, de cada día y de cada miembro, y sabiendo que las personas consagradas pueden ser útiles a los demás en la medida en que están unidas a Dios. Está llamada también a vigilar para que, empezando por sí misma, no disminuya el contacto cotidiano con la Palabra que «tiene el poder de edificar» (Hch 20, 32) a cada una de las personas y comunidades y de indicar los senderos de la misión. Recordando el mandamiento del Señor «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), procurará que el santo misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo sea celebrado y venerado como «fuente» y «cumbre» de la comunión con Dios y de los hermanos y hermanas entre sí. Celebrando y adorando el don de la Eucaristía en obediencia fiel al Señor, la comunidad religiosa obtiene inspiración y fuerza para su total entrega a Dios, para ser signo de su amor gratuito y referencia eficaz a los bienes futuros”3.

Dejarnos leer por Dios

Cada día nos parece más arriesgado insinuar qué nos pasa. El camino de crecimiento de los consagrados en este tiempo se llega a descubrir por una despreocupación de nosotros mismos. Parece una contradicción o una irresponsabilidad, pero la realidad es que en consecuencia lógica con etapas anteriores de la historia, estamos abusando de cierta proyección a base de diagnósticos muy parciales. No es fácil encontrar modos en los cuales la pluralidad de los consagrados expresen cómodamente su pertenencia a Dios. Hay una profunda admiración por movimientos, lugares y oportunidades de encuentro para el crecimiento espiritual. Algunos dinamizados por la vida consagrada, por ejemplo Bose y Taizé. Sin embargo, el grado de satisfacción diario con la liturgia comunitaria, los niveles de participación o la expresiva comunión de sentimientos en la oración no es del todo satisfactoria.

Las congregaciones, sociedades de vida apostólica y órdenes han formulado itinerarios de crecimiento espiritual. Son itinerarios comunes, abiertos y suficientemente porosos como para que las distintas sensibilidades no se sientan ni aprisionadas, ni condicionadas. Pero son útiles solo para quien quiera tener un marco secuenciado y guiado. No es el lugar, ni tenemos capacidad para testificar la valoración de las mismas. Es imposible entrar en el corazón de cada persona y delimitar hasta qué punto estas herramientas están sirviendo para colmar la soledad de quien cree en los contextos efectistas e inmediatistas en los cuales somos, nos movemos y existimos. Intuimos, sin embargo, que hay una valoración íntima mucho más profunda y real de lo que suelen ser valoraciones rápidas, apresuradas y, a veces, condicionadas. En este sentido están haciendo una valiosa contribución a un nuevo modo de entender la espiritualidad: ser mirados por Dios en esta realidad, en este contexto y en esta coyuntura histórica. Es una cuestión no solo pedagógica, sino vivencial que define perfectamente dónde se encuentra hoy la vida consagrada en medio de una coyuntura que, externamente, se manifiesta incierta y, en ocasiones, adversa. La lectura institucional y personal de la revisión de posiciones y reestructuración, no es sino una oportunidad sapiencial para entender el momento que estamos viviendo. Sobre todo, cuando esto no se reduce a una experiencia estratégica. Me consta que hay muchos consagrados que así lo viven, así lo celebran y, en consecuencia, así lo ofrecen.

Celebrar la facilidad de Dios

Demasiadas veces hemos insistido en un Dios difícil y hasta lejano de nuestro día a día. La irreal espiritualidad de permitir caminos divergentes entre la liturgia y la vida se ha mostrado ayer como vacía y hoy como imposible.

Hace unos años nos ofrecía un testimonio sugerente el filósofo contemporáneo José Antonio Marina. Decía él que si no hubiese sido filósofo, le hubiese gustado ser un gran bailarín. De los que tienen la música integrada en el corazón y sus movimientos ya son ágiles y versátiles porque solo son la expresión en movimiento de la riqueza musical. Por contra, quien no es un buen bailarín, a penas puede hacer un ejercicio de equilibrio para no caerse. Hace matemática con los pies y la cabeza. El resultado es torpe, sin gracia y muestra la dificultad.

Algunos análisis de nuestras oraciones comunitarias y personales tienen más de matemática que de gracia. Hay esfuerzo y voluntarismo para que las formas se sostengan, cuando, en realidad debería ser facilidad, gracia, donación y presencia. Algunos hermanos y hermanas celebran con dificultad, miden tiempos y cuando hablan de la oración, les cuesta aludir a la sorpresa y libertad, porque en realidad está todo medido, tasado… Y la gracia no encuentra balanza de medida, la gracia expresa que Dios es fácil y posible. Que la tensión de poseerlo es absurda e inútil, que gozarlo íntimamente y compartirlo con normalidad son la esencia de quienes al tocarse el corazón y pensar en sus días, descubren que Dios no solo hace camino con ellos, sino que es su camino. Éstos para el siglo XXI, por encima y más allá de las estructuras, las que caducan y las que se creen en el futuro, son los consagrados, aquellos que como el Maestro, afirmen con su vida que ese es el templo, porque conviviendo con ellos, escuchándolos y viendo sus obras, la humanidad descubre a Dios.

1 SAO, 3. Argumento frecuentemente desarrollado por el Papa Benedicto XVI en las Jornadas de la Vida Consagrada, durante su pontificado.

2 Flores Arcas, Juan J., en Vr (2012) vol 112-1 pp. 55-61.

3 SAO, 13.