MONOGRÁFICO IV 2015

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Cubierta4-15«¡Continúen abriendo!»

En el mes de junio de 2015, el Papa Francisco recibió al director de nuestra revista. En ella nos deja dos expresiones directas y claras que tienen que ver con la salida a la frontera, el cambio de paradigma y el despertar al mundo: «oren por mí y continúen abriendo».

Orar y abrir son pues los verbos de la novedad de este Pontificado y de la vida religiosa en él. Presencias claras que reivindiquen la antropología y en ella siembren la encarnación que salva, redime y hace justicia.

 Signos claros

 «Acumula y redime millas, viviendo grandes experiencias» reza un slogan de una conocida línea aérea de nuestro globo. Se trata de un reclamo y una invitación al consumo y a esa libertad, entre comillas, que conmueve el sentir de los contemporáneos.

Un mensaje comercial y también confuso que integra valores de Reino al servicio del mercado. Se trata de la ambigüedad de los signos que amenaza esta era de logros. La clave de esta época es que todo sirva conforme a las necesidades que tienes o decidas tener. Es la ley del mercado o del supermercado en la que lo bueno es que cubras tu necesidad y que incluso preveas qué necesidades puedes tener porque te lo han contado, o porque hay quien disfruta de soluciones a problemas, aunque, de momento no los tengas. La cuestión es protegerse y estar preparado.

El signo de la vida religiosa ha caído en un cierto bien de consumo. No ofende, pero tampoco está cerca de los momentos vitales y urgentes. Con lo cual va perdiendo incidencia, oportunidad y novedad. Está ahí y forma parte del paisaje, más bien urbano, de sociedades que fueron muy uniformes y cristianas y que, hoy, han dejado de serlo.

Nuestro Papa acuñó aquella expresión clara de los «hospitales de campaña». La agilidad y frugalidad, junto con la cercanía al dolor, son los contenidos del signo claro, necesario y pertinente para una vida que solo pretende comunicar la alegría del Reino. Especialmente entre quienes la han perdido, o se la hemos quitado.

La búsqueda de la claridad, ­–valga la redundancia–, es poco clara. La necesidad de que la alternativa tenga fuerza lleva, en no pocas ocasiones, a ciertas medidas de excentricidad o cambios radicales para los que un cuerpo con tanta historia como la vida religiosa, no está «programada» ni puede asimilar. El signo claro en la disyuntiva actual –estimamos– viene por una paulatina y decidida separación de presencias y estilos actuales que pueda ser digerida por un cuerpo envejecido como es el de los religiosos.

Recuperar las presencias «inútiles» que muestren en los contextos que hay quien está dispuesto a escuchar, a perder el tiempo y a ofrecer gratuitamente los valores que no se acaban, constituye, en verdad, el gran signo de la vida religiosa del siglo XXI.

Es evidente que han perdido fuerza para nosotros aquellas decisiones que se sostienen en la ambigüedad. No sirven, ni comunican vida el mantener presencias porque tuvieron historia o porque tuvieron prestigio o porque fueron reconocidas, en su momento, como una muestra de excelencia. Es más, la claridad del momento impone que justamente aquello por lo que más hemos luchado como logro de nuestra empresa articulada, desaparezca, para presentarnos como algo ligero, débil y alternativo que signifique Reino.

Creemos que el signo más claro es la fraternidad religiosa. Aquella que es integradora y no uniforme. Con capacidad de acogida y renovación. Aquella que se regenera y cambia ofreciendo solo y claramente la «comensalidad» del Reino en la que todos y todas caben. Creemos además que ha de ser una comunidad que renuncie a la historia, en lo que ésta tiene de logro o seguridad, que ame el presente y se integre en los procesos de la humanidad apoyando todo lo que sirve a la persona para ser, encontrarse y soñar.

Palabras decididas

Debe estar impulsada por palabras decididas. Aquellas que tienen fuerza y no dejan indiferente a quien las escucha o presencia. Se trata de volver a pronunciar la castidad, pobreza y obediencia con significado. No salva a los consejos evangélicos la tradición de lo que fueron. Necesitan estos principios evangélicos personas que los encarnen desde la búsqueda. Necesitan palabras de verdad que muevan los corazones en el anhelo de lo importante, sin que ello suponga, ramplonamente, seguir un dictado.

La personalización de los carismas permite aprender el idioma en el que el Espíritu se expresa en este contexto. Facilita un lenguaje pronunciado y comprendido que se hace vida en quienes están, siendo, a su vez, posibilidad para quienes vengan. No es un idioma de iniciados, ni mistérico que pocos controlan, es el idioma de la fraternidad que lima las fronteras y las rompe de manera que cada comunidad religiosa es un auténtico laboratorio de fraternidad. Es la palabra de esperanza que la sociedad puede ofrecer ante todo drama humano porque constantemente recuerda, en los procesos más duros de soledad, que Dios se cuida de la persona, de toda persona y en todas las situaciones donde se encuentra.

No es una palabra pronunciada al aire, ni para ganar la aceptación del medio. Es una palabra llena de vida porque nace del compromiso.

Cuando la vida religiosa dice «todos», está expresando con su vivir que nadie está excluido. Cuando dice «gratuitamente», está mostrando que su presencia y amor no tiene, ni tasa, ni medida ni precio. Cuando dice «virginalmente», está afirmando que en el corazón de los religiosos caben todas las personas con sus situaciones, haciendo de cada una el predilecto de Dios. Es un amor verdadero que sufre, llora y sueña con las esperanzas y los gozos de cada persona con su historia, trayecto, edad y cultura: con su nombre y apellido.

Dice la vida religiosa en la pronunciación de su palabra verdadera que es «obediente», porque está abierta al discernimiento. Porque renuncia al «a mi me parece, yo necesito», porque ha encontrado su gusto y sentido en preguntar con otros «qué nos está pidiendo el Espíritu».

Es además una palabra verdadera, porque significa vitalmente que las «cosas» importantes de la vida no son cosas, ni se les puede poner precio y experimenta una libertad, casi indescriptible, con la felicidad de poder dedicar el tiempo, todo el tiempo y la vida, toda la vida, al querer de Dios.

Es una palabra innecesaria, es cierto. La subida o caída de la bolsa no depende de que se pronuncie o no. Éste es también un aspecto de su libertad total, de su minoridad y pequeñez. Es, bien mirado, una constatación que nos conforta y sitúa. El valor de la palabra de la vida religiosa no está en el reconocimiento o la fuerza que tiene en las decisiones de nuestro mundo, sino en la presencia sugerente y nueva que en medio de una vida comercial, pueden pronunciar algunos y algunas que, sencillamente, rompen todo cálculo y desconciertan.

 Abrir al servicio de la vida

 No se trata tanto de lugares geográficos como de apertura de comprensión. Cada vez, de manera más decidida el lugar de los consagrados no es otro que la vida. Allí donde se genera y juega; allí donde se cuestiona y condiciona. Allí donde se posibilita y recrea son los itinerarios de esa apertura que debe sostenerse y guiarse.

Nos decía el Papa Francisco: «continúen abriendo». Hay que entender en la expresión ese sostener la reflexión y ofrecer guía; ese alimentar itinerarios con sentido y bien evangélicos, sin renunciar a la iluminación que el Espíritu está ofreciendo en esta era en la que cree. «Continúen abriendo» o continúen buscando.

Se trata de no cansarse o caer en la satisfacción o la resignación. Abrir es vivir y comprometerse con la vida. Cerrar es el lenguaje de muerte que aparentando seguridad o protección, en realidad, va situando a quien lo practica en los márgenes. No los evangélicos, sino en los prescindibles o superfluos que no evocan vida, solo recuerdan un ayer que satisface culturalmente a quien en su tiempo de ocio gusta saber cómo fue el pasado, cómo se vivía en esa época o qué se escribía. El lugar de la apertura es la vida y la calidad que en ella se conjugue. El lugar donde no hay vida es el museo en el que, vayas en el momento que vayas, te encontrarás lo mismo. Ordenado, seguro y protegido. Pero sin vida.