Madruga y sube a la montaña

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Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”.

Hoy, la comunidad eclesial, reunida para la eucaristía, sube a la montaña del Señor llevando consigo, grabadas en la propia vida, las dos tablas del mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todo tu ser”; “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Hoy somos nosotros los que pronunciamos con fe, esperanza y amor el nombre del Señor.

Y somos nosotros los que, en la intimidad del corazón, también escuchamos hoy al Señor que proclama: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”.

Lo escuchamos, y la fe evoca los prodigios que el Señor ha realizado para liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto.

Lo escuchamos, y recordamos la compasión de Dios hecha carne en Cristo Jesús, una misericordia infinita que desde la cruz de Jesús abraza a toda la humanidad, un misterio de clemencia que abraza y cubre de besos a los hijos que hambrientos regresan a la abundancia de la casa paterna, un misterio de fidelidad que el pecado de los hijos no hace más que resaltar.

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti”.

Madruga por Dios, Iglesia cuerpo de Cristo, madruga y sube a la montaña santa, pronuncia el nombre del Señor, y escucharás proclamado para ti el misterio que celebras: «El Padre es amor; el Hijo es gracia; el Espíritu Santo es comunión».

Madruga, sube y contempla: Del amor que es Dios has nacido. Por la gracia que es Cristo Jesús has sido hermoseada. Y vives en la comunión que es el Espíritu Santo.

Madruga, sube y contempla: Eres hija de aquel amor. Eres hija en aquella gracia. Eres hija por aquella comunión.

Madruga, sube y contempla: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Considera lo que tu Dios te ha dado, y te asomarás al misterio del amor con que te ha amado. Tanto nos amó que nos dio a su Unigénito para que tuviésemos su Espíritu Santo: ¡Nada le queda que pueda ya darnos!, ¡nada que aún podamos pedirle!

Madruga, sube y contempla, pues has de imitar en la tierra lo que ya eres en el cielo: Has de aprender a ser muchos siendo una, a ser una siendo muchos, a tener un mismo sentir y vivir en paz con todos. Has de trabajar por tu plenitud sin dejar de ser Iglesia para todos y de todos. Has de ser en Cristo “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.

Contempla lo que eres en Dios, en la Trinidad Santa, para saber lo que has de ser en los caminos de la humanidad.

Haz memoria de quién eres cuerpo, considera con quién comulgas, no te apartes de esa comunión, no te veas jamás sin tu Señor, sin Cristo Jesús, para que tu alegría sea plena y tu paz alcance como un regalo de Dios a todos los pobres, para que te sepas del cielo y de la tierra, de Dios y de los hombres, y seas hoy entre los pobres lo que para ellos fue Cristo Jesús en los días de su vida mortal.

Madruga, sube, comulga y aclama: “Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres. Bendito tu nombre, santo y glorioso. A ti gloria y alabanza por los siglos”.

Gloria al Padre y al Hijo y el Espíritu Santo”.

Feliz domingo de la Santísima Trinidad.