viernes, 26 abril, 2024

LOS CURAS (5)

 

Mientras España se desperezaba de una secular pesadilla en la que, por supuesto, también hubo dulces sueños y amaneceres fecundos, los curas del momento, en un número bastante mayoritario, se apuntaron al cambio, al post-concilio esperanzador, como si se hubieran sacado la lotería sin haber comprado un décimo previamente. Al menos, algunos; otros, pagaron su alevosía al enfrentarse a los últimos años de un franquismo caducado y condenado a muerte, pero aún virulento y represor; hubo homilías multadas y cárcel en Zamora. La “recepción” del Concilio fue compleja, delicada, un verdadero encaje de bolillos, no estuvo libre de errores por exceso o por defecto. Supuso alegría y esperanza para la Iglesia de a pie, pero también sufrimiento y rupturas para no pocos católicos bienintencionados pero sorprendidos y con sentimientos de traición y desazón. No estoy muy seguro de que un amplio sector del clero leyera y compartiera la densa “doctrina” concentrada, a veces sólo pespunteada, en los documentos conciliares. No recuerdo, al menos en la diócesis desde donde escribo, suficientes diálogos, ni entre curas ni mucho menos entre seglares, que desentrañaran la hondura de aquellos amplios, recios, y sobre todo novedosos textos conciliares. ¿Se leyó y meditó el Concilio, en “su espíritu y su letra”? ¿Se conoció suficientemente en el ámbito eclesial o clerical? Quizás “se cogió por los pelos” lo que parecía más llamativo y hasta mediático, sin ahondar en todo lo que el Concilio decía y lo que dejaba por decir para ser tratado y desarrollado por las Iglesias de los años subsiguientes.

Pero el Concilio no fue un acontecimiento más, supuso -ya lo hemos dicho- esperanza y gozo para unos y decepción y perplejidad para otros. Conozco curas que tuvieron que irse de su casa un par de días por el disgusto que ocasionaron a sus madres al quitarse la sotana. Otros, cayeron en una depresión psico/doctrinal que les llevó a interrumpir su ministerio para estudiar, reflexionar e intentar digerir todo aquello: los conocidos “años sabáticos” que a veces se prolongaban. Muchos sintieron vergüenza al aparecer ante sus parroquianos vestidos “de paisano” y soportaron burlas, rechazos e incomprensiones. Los hubo que abrazaron y se comprometieron en movimientos de barrio, acompañando o enfrentándose, a corrientes de extrema izquierda o extrema derecha muy lejanas al Evangelio. Otros emprendieron tareas claramente seculares: fundaron cooperativas agrícolas o ganaderas, se convirtieron en abogados laboralistas, en albañiles u oficinistas, hicieron oposiciones de filosofía o de historia para estar presentes en Institutos y Universidades. Algunos ocuparon puestos importantes a nivel socio-político nacional; los hubo, también, que ejercieron de alcaldes elegidos democráticamente, de pequeños o no tan pequeños pueblos. En algunos casos se llegó a una presencia política de sacerdotes en Diputaciones y Ayuntamientos de ciudades importantes, militantes o simpatizantes de determinados partidos políticos.  Ciertas homilías, incluso, se utilizaron como foros partidistas, de un signo o del contrario, de cara a unas próximas elecciones. Incluso sorprendió un sacerdote culto e inteligente que, después de “secularizarse”, terminó siendo Duque de Alba, consorte de la posiblemente más acaudalada mujer de la rancia nobleza española. Porque fue, además, una triste época de “secularizaciones”, de “colgar la sotana”, como se decía vulgarmente entonces. Un número no desdeñable de sacerdotes solicitaron la reducción al estado laical; y bastantes de ellos eran prohombres dentro del clero de su diócesis, referentes y referencias para el resto de sus compañeros sacerdotes o de los seminaristas que iban quedando, “líderes” morales, al menos, del clero diocesano. Nacían los “curas casados” alejados de su ministerio eclesial por parte de Roma. El celibato obligatorio para los presbíteros comenzaba a cuestionarse pública y sonoramente.

Algunos seminarios se cerraron,  otros se adaptaron a la nueva situación o ensayaron nuevas fórmulas de convivencia (“los pisos”) y formación. No fueron pocos los seminaristas “mayores” que buscaron otros caminos laicos y abandonaron los estudios eclesiásticos. ¿Y también la fe? De todo hubo. “Los curas” estaban de moda, se hablaba de ellos, a favor o en contra, pero no pasaban desapercibidos, continuaban siendo una especie de “sub-sector” de la sociología hispana, “gente” con la que todavía había que contar, que continuaban teniendo cierto prestigio y poder en algunos sectores de la sociedad, aunque ciertamente en decadencia. Posiblemente, en líneas generales, “el clero” mejoró en credibilidad entre determinadas corrientes sociales más abiertas y democráticas. Pero no siempre hubo unanimidad, por supuesto: alguien recordaba las viejas palabras: “en España, unos van delante del cura con el cirio, y otros detrás con el palo”. De nuevo el anticlericalismo ganaba terreno, el laicismo permeaba las nuevas instituciones democráticas y la Iglesia “perdía” ámbitos de poder e influencia, como ocurriría con las nuevas leyes de enseñanza que daban paso a la “enseñanza concertada” donde el laicado adquiría nuevas cotas de protagonismo e influjo. Todo esto aderezado con un desplome numérico en muchas órdenes de vida consagrada, femeninas y masculinas, dedicadas desde su fundación a la enseñanza y educación en Colegios religiosos, o al sector caritativo y social.

Quizás a partir de la década de los 80, las aguas fueron tomando un cauce más tranquilo. Se notaba el cambio generacional inevitable. La mayoría de los sacerdotes, y también muchos obispos, asumieron -en mayor o menor medida- “una nueva manera de ser Iglesia”, una nueva manera de ser sacerdote o religioso. La gran mayoría dejaron definitivamente el traje talar, renovaron sus templos buscando mayor sencillez y cercanía con el pueblo al socaire de la “nueva liturgia”, y se inició un amplio y profundo cambio pastoral, como pretendió, años antes, la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid en septiembre de 1971, auténtico momento paradigmático en la Iglesia española post-conciliar;  quizás, no obstante,  no satisfizo suficientemente ni a unos ni a otros. Intentaba ser, tal vez, “el Vaticano II en España”, su puesta de largo en la sociedad.

La juventud cercana a la Iglesia protagonizó momentos decisivos en esta época: se iniciaron las confirmaciones a partir de la adolescencia tras varios años de una catequesis adecuada; movimientos como la JIC, la JEC, la JOC, los Scouts (MSC) y otros parroquiales, de talante similar, iniciaron una etapa de una gran actividad. Las catequesis para jóvenes se reestructuraron y se prolongaban después de la primera comunión, que no suponía un “final” en la presencia parroquial sino un hito a tener en cuenta  en el camino cristiano. Se realizaron muchos campamentos de verano, en ocasiones hasta en tres turnos de 10 0 15 días; se realizaban marchas y excursiones de distinto tenor; teatro y cine parroquiales con debates y diálogo; encuentros con personas significativas de la vida eclesial o social; viajes y peregrinaciones a lugares señalados como Compostela, Roma, e incluso Tierra Santa. El movimiento de Taizé, con el carismático hermano Roger Schutz, que convocaba a miles de jóvenes, especialmente en verano, y en el “Concilio de los Jóvenes”, supuso otro ítem notable en la pastoral juvenil y dio paso, en no pocas parroquias, colegios o movimientos a la celebración de “pascuas juveniles”, que concitaban a un número destacado de adolescentes y jóvenes. Asimismo, muchas parroquias contaban con una pastoral pre-matrimonial, como ayuda y preparación al Matrimonio; algo totalmente novedoso hasta el momento.  Los medios audiovisuales, los “montajes audiovisuales”, los “disco fórum”,  fueron una herramienta importante para jóvenes, adolescentes y adultos. También con éstos últimos se tenían encuentros de matrimonios cristianos  de distintas espiritualidades, surgiendo varios movimientos al respecto,   todos con un interés de acompañar a los matrimonios, especialmente a los más jóvenes y a los novios que solicitaban el sacramento del matrimonio. La liturgia se fue flexibilizando, se celebraban “misas con niños” o con jóvenes, con un renovado cantoral ad hoc,  eucaristías al aire libre en campamentos o peregrinaciones; se organizaban encuentros de oración comunitaria, parroquial o zonalmente. Varios templos, santuarios y capillas se restauraron físicamente y se adaptaron al nuevo estilo litúrgico, más sencillo y simbólico. También los seminarios comenzaron a abrirse, después de unos años de perplejidad e intentos de cambios estructurales, aunque con menos candidatos que antes del Concilio. Surgen los “nuevos movimientos eclesiales”: neocatecumenales, Comunión y liberación, movimientos centrados en la oración y la meditación, muchos de “tipo pentecostal” o carismático. La órbita de lo secular, lo político, lo socio-económico, tampoco estuvo ausente en aquellos años tan pletóricos de actividad y vida interior. Fue un verdadero renacer de una Iglesia que se experimentó joven, nueva, útil. Pero quizás, faltó profundidad, o tal vez, el lento pero imparable nacimiento, subterráneo, sutil, imperceptible de “una nueva cultura universal”, del final de una Modernidad que ya no daba más de sí, de una laicidad cada vez más galopante, de una postmodernidad que lo ponía todo patas arriba, emergía -casi sin darnos cuenta- para quedarse con nosotros por mucho tiempo. No todo fueron luces, hubo sombras, errores, faltas de perspectiva futura. Tal vez no se haya analizado suficientemente este fecundo período de la Iglesia post-conciliar española, ni cómo casi todo fue derivando, imperceptiblemente,  impensablemente, a la sequía pastoral actualmente presente y a una involución eclesial inesperada. ¿Dónde están aquellos miles de jóvenes tan cercanos a la vida eclesial en las décadas del 70 al 90?

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