martes, 23 abril, 2024

LOS CURAS (4)

 

Desde la clausura del Concilio hasta bien entrada la década siguiente, la Iglesia, en todo el mundo, experimentó un cambio sustancial. Cuidando los términos, podríamos decir que “un cambio estructural”. Posiblemente desde el concilio de Trento a mediados del siglo XVI, la Iglesia, en su organización y en sus agentes pastorales, no había vivido una transformación, una “puesta al día” armónica con estos decenios finales del pasado siglo. Se autodefinió como un “concilio pastoral”, pero, en la práctica, también la dogmática, sobre todo la eclesiología, se saneó con una visión teológica más evangélica y más en consonancia con el mundo del momento.  La conmoción interior en los eclesiásticos “tan hechos” a siglos de teología, apologética, a una dogmática férrea e intocable, moral, liturgia, catequesis, etc., tan blindadas y bien hilvanadas, fue notable.  Pablo VI, prácticamente “el papa del Concilio” se vio zarandeado por los sectores más integristas de la Curia romana, así como por “peligrosas”  y “modernas” aventuras en el seno de las comunidades, que le inquietaron hasta llegar a decir que “el humo de Satanás había entrado en la Iglesia”. Montini, psicológicamente titubeante y timorato, (“il piccolo Hamlet”, lo llamaba con cariño Juan XXIII)  se vio inmerso en un post-Concilio convulso y confuso; su encíclica “Humanae vitae” le dio la estocada final en los sectores más avanzados;  es posible que el gran papa que fue Montini, muriera asustado y hasta decepcionado. A su vez, el joven y prometedor teólogo alemán Joseph Ratzinger, regresó a su diócesis, ya al final de la primera sesión conciliar, abatido y preocupado, él mismo nos lo relata; y la revolución del mayo francés debió conmover y hasta amedrentar a quien llegaría a ser obispo de Roma en el entonces imprevisible siglo XXI. Más aún, algunos de los teólogos de vanguardia (Danièlou, De Lubac, Von Balthassar, o el filósofo Maritain), algunos de los que conformaron el movimiento teológico-bíblico previo al Concilio, que fueron castigados por Pío XII y luego rehabilitados en el Concilio, comenzaron también a dudar y a temer “si no se había ido demasiado lejos”.  Alguien les llamó “los profetas arrepentidos”. Las revistas teológicas internacionales “Concilium” y Communio”, son un símbolo de esa brecha teológica y eclesial posterior al Concilio, en las que teólogos de diferentes tendencias exponían sus ideas, sus dudas, sus preocupaciones. La “eclosión” de este malestar eclesial, tuvo lugar, tal vez, en el Sínodo Extraordinario de Roma, en 1985, es decir, 20 años después de la clausura conciliar. Fue, quizás, el ápice de una “cierta ruptura oficial”, importante de hecho; o de la “involución eclesial”, concepto del que ya se hablaba sin ambages en diversos sectores eclesiásticos. El largo pontificado del papa polaco Juan Pablo II, y su teólogo predilecto Joseph Ratzinger, sentaron las bases de una recepción conciliar que halagó a no pocos y decepcionó a otros tantos. La brecha estaba servida. Y precisamente en esos momentos “nacían” o “crecían” los futuros sacerdotes que hoy gestionan nuestra Iglesia, como obispos o como párrocos. Lo mismo ocurriría en el sector de los religiosos y religiosas, en algunas de cuyas congregaciones u órdenes, se vivieron momentos dramáticos de tensión, como en los jesuitas o las carmelitas descalzas, por citar solamente dos casos.

En el “bajo clero” español, se vivía una euforia no exenta de tiranteces y dimes y diretes con el sector más conservador del clero. La muerte de Franco, en 1975, en plena infancia de los intentos de puesta en práctica del Vaticano II, aceleraron, confundieron y de algún modo fueron “otro hecho significativo” en el cambio de cultura y mentalidad que sacudía, en aquellos años 70 y 80, la vieja sociedad española, que se despertaba, eclesial, política, culturalmente, de un largo sueño de quizás siglos… tal vez desde las todopoderosas monarquías de los Austria. Había varias revoluciones pendientes en el universo simbólico del español, y en los 60-70 se abrió la caja de pandora y se aglutinaron, en un corre-corre sin igual, ideas, planteamientos, visiones de la vida y de la realidad, que estaban encallados, o acallados, durante generaciones. Había “muchas cosas aplazadas” para el españolito de a pie, y sobre todo para las élites ideológicas, demasiadas sinergias políticas sumergidas que brotaban de pronto como coladas de un magma retenido y comprimido excesivo tiempo. El anticlericalismo español, que no era de ayer sino de mucho más atrás, comenzaba a ocupar ámbitos decisivos en un país donde, durante muchos años, “la blasfemia era delito”, como la homosexualidad; y por supuesto, los derechos más elementales de la mujer, como tener una cuenta bancaria, sacar el pasaporte o votar en unas elecciones que ya nadie recordaba en qué consistían, estaban congelados. Según Caro Baroja, existía un “ateísmo cristiano o religioso” desde el siglo XVI, o tal vez, antes. Demasiados siglos de poder clerical y eclesiástico, con expulsiones y persecuciones de judíos y árabes, con Inquisición rampante, con privilegios económicos, con intolerancia hacia cualquier atisbo de otra religión u otra ideología política que menoscabara mínimamente “el credo y la doctrina”. Todo aquello, y mucho más, estaba bloqueado, prohibido, comprimido… pero vivo y esperando el momento histórico de surgir. Y surgió, muy abruptamente.

Todo esto, y muchísimo más, se mezcló con “lo religioso”, lo católico, tras años de Concordato con el Vaticano, obispos en las Cortes españoles y un Jefe de Estado que procesionaba bajo palio, y  que tenía mucho que decir, legalmente, en el nombramiento de obispos. Se salía de un nacionalcatolicismo para entrar en una recién nacida y débil democracia, que sólo se conocía por los libros o por otros países. La ensalada de problemas, disensiones, polémicas, “sopa de letras”, el sempiterno afán de poder, y sobre todo la violencia independentista, estaban servidas. La Constitución del 68 y el sensato y buen hacer de un grupo de políticos de diversas camadas y la actuación impecable del cardenal Tarancón por parte de la Iglesia institucional, vinieron a contener unas aguas que pudieron ser más turbulentas de lo que en realidad fueron. Y se “hizo” una transición, que fue modélica en el orbe político del momento.

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