El concepto «reforma» va dejando de ser, paulatinamente, una palabra maldita. Se habla y se escribe de reforma o renovación de la Iglesia con mayor soltura y atrevimiento. Como que se va perdiendo el miedo… o como que se va haciendo algo tan urgente y evidente, que ya no es posible condenar el concepto (y, sobre todo, su contenido) al ostracismo del silencio, la ignorancia o la desafección. Sí, parece que se dice: «la Iglesia siempre debe estar en proceso de reforma, y ahora, de un modo prioritario»… en una traducción libre del dictum latino de algunos Padres de la Iglesia.
Van surgiendo, tímidamente, algunas ideas, matices, ponderaciones, acercamientos realistas a lo que significa «una reforma, hoy y aquí». Comienza a caerse en la cuenta -yo creo que un poco tardíamente- que Francisco no es superman, ni tampoco un mesías. Que es, ni más ni menos, un ser humano, un jesuita argentino de casi 80 años que, «casualmente» (o no tanto) fue elegido por un colegio cardenalicio que pensábamos que miraba para otra parte en las antípodas de la reforma. Lo ha escrito Faus recientemente en un lúcido artículo. Y ya antes algunos comenzaban a hablar de la universalidad de una reforma que no puede circunscribirse a cambios de nombres, cargos o a una racionalización mayor de la lejana Curia vaticana. Estamos cayendo en la cuenta de que la reforma es cosa de todos, que nos interpela a todos, que es responsabilidad de todos: desde los obispos de diócesis que pasan desapercibidas hasta el religioso con menores responsabilidades en su convento, hasta el párroco de cuatro pueblos perdidos en la montaña hispana, o en la selva peruana, o en la metrópoli USA. Todos vocacionados a una reforma que debemos, en primer lugar, asumir como necesaria, urgente y sobre todo posible. Una reforma que «hay que pactar» entre todos, porque no puede ser un remiendo circunstancial y «periférico». Una reforma que pide a gritos un diagnóstico «científico» y verosímil que responda a una sencilla pregunta: «en el fondo, ¿qué es lo que pasa?», o mejor, «¿por qué pasa lo que pasa?» Porque tengo la sensación de que ni siquiera estamos de acuerdo en qué es lo pasa ni por qué pasa lo que pasa en nuestra Iglesia: por qué tanto abandono desenfrenado de tanta gente, por qué ese rencor viscoso y tan histórico en la España de charanga y pandereta, cuáles son las causas más profundas de seminarios vacíos, por qué el cierre de tantas casas religiosas, por qué la gente está descorazonada, cansada, hastiada de celebraciones encorsetadas, formales y frías, por qué continúa el viejo divorcio Iglesia-Modernidad, por qué los curas queremos seguir siendo los dueños absolutos de «lo sacro» y sólo consentimos -con evidentes reservas- un papel subliminar al laicado, por qué hay vastas regiones españolas donde no existe ni siquiera un diácono casado, por qué… ¡demasiadas preguntas para un blog! Francisco y su G-8 han creado una atmósfera facilitadora, pero ellos solos no pueden llevar a cabo la reforma. Les puede ocurrir como a Erasmo, a Rosmini, a Newman, a Amor Ruibal, a Blondel…. ¡voces proféticas acalladas por la fuerza de la gran maquinaria eclesiástica!
Hay que orar esta reforma, hay que «pasarla» por muchas sentadas cargadas de hondura teológica e histórica (como el libro de Torres Queiruga sobre «La teología después del Vaticano II), de mucho diálogo y mucha concordia. Y, sobre todo, de una «entrañable misericordia» entre todos. Como diría Francisco, «misericordiando». Hay que misericordiar la reforma. O con otras palabras, hay que convertirse al Evangelio aunque no sea Cuarema, ni siquiera Adviento. ¿O sí lo es?