Las reformas de la esperanza

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El ya tópico franciscano «restaura mi Iglesia» pasa necesariamente por el «restaura la esperanza en Mí». Cada año, cuando se caen las hojas, nos revestimos de abrigos, bufandas y capuchas para pelearnos con el invierno que nunca se fue ni se irá del todo de nuestras vidas. Y aprender a vivir en él y con él. Y en las mismas fechas, semana arriba, semana abajo, la Iglesia nos invita a «revestirnos de esperanza». Es que ha llegado el Adviento, y llega la hora de comenzar a hablar de la esperanza. El resto del año la «pequeña esperanza», de la que hablaba Pèguy, permanece aletargada, dificilmente «invernando». Y cada año, inexorablemente, nos preguntamos: pero, ¿es posible hablar de la esperanza sin reirnos del personal? ¿es posible hablar de la esperanza y esperar que la gente se lo crea? ¿es honesto, serio, procedente, hablar de la esperanza todavía hoy y todavía en este mundo?. O dicho con mayor rigor: ¿es posible hablar de la esperanza después de todas las lampedusas, concertinas, recortes y reajustes, mentiras y leyes anacrónicas puestas de moda? ¿es posible hablar de la esperanza «a pesar del mal»? (Torres Queiruga). O con mayor crudeza aún: ¿»es posible hablar de Dios (esperanza) después de Auschwitz»?, como se preguntaba el filósofo en las postrimerías del siglo pasado? ¿No es algo deshonesto e impúdico predicar desde el ambón la virtud de la esperanza e instar a fortalecerla, o, al menos, a enraizarla? ¿Se puede «dar razón de la esperanza», como nos pide Pedro (1 Ped.3,15) sin ofender las mentes des-esperadas y los corazones des-esperanzados, des-encantados? (porque el «encantamiento por la vida» vive horas de penuria).

Y sin embargo, un pueblo, un ser humano, desvestido de esperanza, sólo camina hacia el suicidio (y ejemplos ocultados por ser anti-mediáticos tenemos en los últimos años en España). Dice Torres Queiruga que «el problema de la esperanza coincide con el problema de la existencia humana: la manifiesta en uno de sus aspectos fundamentales». Y para Bloch, «la razón no puede florecer sin esperanza ni la esperanza sin la razón». Y es que a menor dosis de esperanza existencial mayor deterioro y precariedad humana. «Un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico»(Laín Entralgo).

Francisco lo sabe muy bien, por eso acude a la esperanza como el ungüento irremplazable para lubricar la reforma eclesial. Sin esperanza no hay restauración, no hay reforma, no hay conversión. Como no la hay sin misericordia, sin concordia, sin diálogo, sin conversión personal. Y entonces se nos hiela el cristianismo en las venas, como se está helando en la vieja y postcristiana Iglesia europea. El papa de las reformas (no sólo curiales o «vaticanocéntricas») está empeñado en remover los sedimentos de esperanza que aún nos queden en el hondón del alma. Pero sabe, sobre todo, que sólo desde Cristo es posible la esperanza, que «nuestra esperanza tiene un nombre: Jesucristo… sólo desde Cristo resucitado se nos revela el ‘futuro’ último que podemos esperar para la humanidad», nos dice Pagola. También nuestra Iglesia, en sus entretelas, está muchas veces «desvestida de esperanza» y demasiado revestida de seguridades, «mundanidades», burocracia inútil, corrupciones  e «inequidad» (Francisco). La cosa es clara: o los que tenemos que ser «expertos en esperanza» lo somos realmente, o no entusiaremos a nadie con el «Evangelii gaudium». Porque «spes y gaudium» son primas hermanas, o mejor, buenas hermanas. Este Adviento estamos retados a rescatar nuestra añeja esperanza de tiempos mozos y añorados, fragmentada tal vez por tantos años de frío glacial; gozar con el kairós de Francisco impidiendo que sea «el llanero solitario» de la Iglesia de Jesucristo; restaurar y reciclar nuestras parcelas más íntimas y más vecinas; creer que se puede esperar, es decir, tener fe en la esperanza, como nos invitaba Ratzinger en su «Spe salvi». Y creer, de verdad, lo que ya nos decía Jeremías: «Hay esperanza para el futuro» (Jer.31,17).

 

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