Su hijo Jesús había dicho que quien quisiera ser primero que fuera el servidor de todos. Palabras suscitadas por el ejemplo de su madre y por la historia de su concepción; historia tantas veces relatada por ella.
La primera acogió un anuncio y, a continuación, se convirtió en una renuncia. La renuncia a guiarse por sus deseos o por el cumplimiento de sus expectativas. La primera, la joven María, recibió a un niño indefenso, acogió el descenso de todo un Dios para dar carne a la Palabra.
La primera que se puso en camino para ver a su prima Isabel. Para contarle lo ocurrido y para que ella le ayudara a comprender. Y ahí está el primer discernimiento. No había entrado en la casa cuando Isabel, llena del Espíritu, reconoce a la prima, a la mujer, a la judía, a la confiada María y provoca en ella el agradecimiento y la alabanza. Recoge la bondad y el reconocimiento que la mujer merece desde siempre y que nadie puede ni quitarle ni añadirle: se sabe elegida, bendita porque a través de ella cambiará la historia de la humanidad. Y anticipa lo que serán todos aquellos que se saben en manos de Dios y con la posibilidad de hacer justicia y potenciar lo bello.
La primera en ser llevada al lugar o ámbito definitivo que Dios tiene reservado para sus hijos. La Iglesia lo recuerda y celebra ese lugar definitivo donde esa joven tiene su reconocimiento: más allá de la fama social, de la devoción religiosa o de la reivindicación política. María, la joven judía, es ya esa «mujer vestida de sol, con la luna por pedestal y coronada con doce estrellas» y está ya en el cielo, como Jesús fue acogido en su seno.
Por ella, por la primera, se oye una gran voz en el cielo: «Ahora se estableció la salud y el poderío, y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo». A causa de María, la primera.