Por eso, este vaivén que julio y agosto introducen constituye, por encima de todo, una especie de coreografía interior. Se diría que la propia vida pide que la escuchemos de otra forma, haciéndonos sentir la necesidad irresistible de reencontrarnos en su pureza. De hecho, si la línea azul del mar nos seduce tanto es porque esa inmensidad nos recuerda nuestro verdadero horizonte. Si subimos a los altos montes es porque en la visión clara que allí se alcanza de lo real, en esa visión resplandeciente y sin censuras, reconocemos una parte importante de un llamamiento más íntimo. Si buscamos otras ciudades (y en esas ciudades una iglesia, un museo, un testimonio de belleza, un no sé qué…) es también persiguiendo una geografía interior. Si sencillamente disfrutamos de la dilatada experiencia del tiempo sin prisa (comidas largas, conversaciones que se alargan, visitas y reencuentros) es porque la gratuidad, y solo ella, nos da el sabor auténtico de la propia existencia. Recuerdo muchas veces un hermoso poema del maestro japonés, Matsuo Bashô, que dice solo esto: «Silencio / una rana se zambulle / dentro de sí». Felices vacaciones.