sábado, 20 abril, 2024

La Palabra se hizo pobre, y acampó pobre entre nosotros

Hoy entraremos en la celebración eucarística evocando el misterio de la noche santa de Navidad: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos”.

Observa cuál es el nombre que le das al “que vino desde el trono real de los cielos”: Lo has llamado Palabra del Señor, Palabra de tu Dios, Palabra que viene desde Dios hasta ti.

Eso significa que si dices: “creo en Dios”, estás diciendo: “escucho la Palabra de Dios y la cumplo”.

Si dices: “creo en Dios”, has aceptado que Dios entre en tu vida, le has dado tu confianza…

Y si nos preguntan por qué hemos abierto esa puerta para que Dios entre, tal vez lo hayamos hecho sencillamente porque él llamó y se ofreció a entrar; tal vez hayamos creído porque antes él creyó en nosotros; tal vez estemos aprendiendo a amar a Dios porque él nos amó primero.

El hecho es que en esa Palabra todopoderosa, en Cristo Jesús, el Padre nos ha dicho todo lo que tenía que decir y nos ha dado cuanto nos podía dar; y en esa misma Palabra encarnada, nosotros presentamos al Padre cuanto de  hermoso y amable la humana criatura puede presentarle.

Si decimos: “creo en Dios”, no sólo acogemos la Palabra que de él procede, sino que le acogemos a él, pues en su Palabra el Padre se nos entrega.

Si decimos: “creo en Dios”, nos hacemos casa de Dios, morada en la que él se queda cuando entra su Palabra: “Tu Palabra todopoderosa, Señor,… desde el trono real de los cielos”, vino a nosotros, vino a tu Iglesia, a la comunidad de tus hijos, a quienes tú has “bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales”.

La fe intuye la gracia de la filiación divina, el misterio de la comunión en la santidad divina, la belleza de la participación en la gloria divina, el tesoro de bienes con que Dios nos ha bendecido. La fe sabe que todo eso se nos ofrece porque Dios ha querido ser nuestro Dios.

Pero la historia constata una asombrosa paradoja, y es que el hombre ignora el ofrecimiento de Dios: la Vida que era la luz de los hombres, “brilló en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió”; la Palabra que era Dios, “estaba en el mundo… y el mundo no la conoció”; la Palabra, en la que Dios se ofrece, “vino a su casa, y los suyos no la recibieron”.

Es como si Dios y su ofrecimiento, el Padre y su Palabra, fuese sencillamente despreciable. Es como si dijésemos a Dios: quédate con tu Palabra, guarda tu Vida, puedes apagar tu Luz… Tenemos ya cuanto necesitamos para nuestro banquete…Tu gracia, tu santidad, tu belleza, tu gloria, tu cielo, Tú eres prescindible.

No parece que se nos vaya a reprochar no haber creído en Dios, no haber sentido necesidad de él –al rico epulón no se le reprochó su falta de fe: puede que acudiese al templo todos los días-. Pero ciertamente nos apartará de él como malditos si no lo hemos acudido cuando necesitó de nosotros.

Si cuidas de quien necesita de ti, crees en el Dios de quien tú necesitas.

Si no te atrae todavía su Palabra, deja que te lleven a él sus pobres, porque la Palabra se hizo pobre, y acampó pobre entre nosotros.

Feliz domingo.

 

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