Esta cuaresma está siendo especialmente intensa para mí y para mi comunidad. A las tareas que se acumulan en ciertas fechas se le suman las complicaciones propias de vivir en una casa de mayores… y, confieso, que estoy físicamente agotada. Y ya que empiezo confesando (y el tiempo litúrgico lo propicia) sigo confesando que cuando la vida te va situando ante urgencias a las que apremia dar respuesta, es cuando yo tengo menos paciencia con quienes andan entretenidos/as en su propio ombligo. Puede conmigo ese arte para buscar la propia comodidad y la propia satisfacción más allá de las urgencias comunitarias, esa capacidad para salirse con la suya (la de “cada uno/a” y no “la de todos/as”) haciéndose el/la indignado/a cuando se pide ayuda y esa “inconsciencia selectiva” para obviar el hecho de que unas cuantas andemos “con la lengua fuera” por intentar llevar adelante las responsabilidades de cada una y apoyar en lo que va surgiendo.
Y si me confieso no es sólo por mi falta de paciencia, sino también por no acabar de creerme lo que el otro día compartía en unas charlas cuaresmales: que en el fondo, nuestra tacañería en el amor no es por egoísmo sino por incapacidad para reconocer cuánto y de qué modo somos amados/as por Dios. Porque saborear la incondicionalidad y gratuidad con la que somos mimados y mimadas hace, inevitablemente, que se nos despierte el deseo de amar sin medir… al mismo estilo de Aquél que nos amó extremosamente, exageradamente, fuera de toda lógica y prudencia.
Por eso, si me creyera lo que digo, situaciones así deberían provocarme lástima y no rabia o impaciencia ¿no? Después de esta confesión pública espero recibir vuestra absolución… y la gracia de reconocer para amar.