LA LETRA COMENZADA

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(Dolores Aleixandre, rscj). “Cuando suena la campana, dejarán sin acabar la letra comenzada». La tradición se remonta a los Padres del desierto y en el noviciado su ejecución no era difícil: dejabas la costura para ir a la capilla y no pasaba nada por dejar a medias un zurcido; cerrabas el libro para ir a doblar ropa y casi te daba lo mismo una cosa que otra. Su sentido estaba claro: lo importante era hacer lo que Dios quería y, como la campana era su voz, había que desprenderse con prontitud de la propia voluntad.

Las complicaciones vinieron después y las tentaciones también: ¿cómo voy a dejar a medias lo que hago? (En este colegio, en esta cocina, en este grupo, con este médico que me entiende tan bien,  en este clima que le sienta de maravilla a mis huesos…). Nuestras manos se convierten en garras que se aferran a lo conocido, que nos estancan y  atornillan en viejas costumbres, en la estrechura de nuestras perspectivas, en la convicción de que ya es demasiado tarde para todo lo que suponga novedad, apertura, cambio o desplazamiento.

Como patos de corral con las alas atrofiadas, miramos con nostalgia el vuelo de una bandada de patos salvajes surcando el cielo. ¿Podría yo volver a ser tan libre, tan despreocupada de lo mío, tan fascinada por el Reino como para dejar atrás mis propios planes? ¿Para dejarme alcanzar de nuevo por Quien me invita a seguirle en otro lugar, otro servicio, otro paisaje vital? ¿Tan atraída por él como para soltar y “dejar sin acabar” lo que tengo entre manos, a perder su control, a renunciar a dejar en ello mi nombre, mi firma o mi estilo? ¿Estoy a tiempo de hacerme como los niños, con esa concentración absoluta que ponen en su juego pero que interrumpen de inmediato cuando su madre les llama a merendar?

Estamos llamados a vivir así, a soltar nuestras “letras empezadas”, a dejarlas en manos de otro Escribano y confiar, perdidamente, en que solo Él puede completar todo eso inacabado y fragmentado que hay en nuestras vidas y poner en ellas el sello de su belleza.