Nos abrimos a un tiempo «nuevo», que nos invita a renovar la esperanza mientras caen las hojas de los árboles. La esperanza que es como un grano de comino, como la parábola de la semilla diminuta, imperceptible. Y, titubeantes tal vez, nos aferramos a esa esperanza que es Palabra que incita a la confianza y el sosiego. A la fe. Convivir con la esperanza en estos tiempos inusitados supone abrazarse a ella, identificarse con ella. No vale sólo «tener esperanza» sino «hacernos esperanzadores y esperanzados» a pesar de los profetas de mal agüero; seguir esperando un tren que no está anunciado con claridad. Segur viviendo con paz y gozo el claroscuro de los grises y las nebulosas; seguir creyendo que los humanos «somos buenos» aunque no lo parezca tanto. Pertrecharnos en una fe que se vive en la intemperie y la santa duda; sin fugas ni escapismos. Y, «a pesar de todo y de todos», creer en la esperanza, ser creyentes en la esperanza diminuta y frágil. Adviento es tiempo para no caer en los cataclismos y el ambiente apocalíptico que vivieron las primeras comunidades cristianas: la salvación no viene «de fuera», no la trae nadie, no se vende ni en los chinos ni en el Corte Inglés; ni resulta de la superación de los desastres que se avecinan o ya están presentes, a pesar de todas las tecnologías, las vistas y las previstas. Vivir esperanzados, en la frágil pero fuerte esperanza, es aprender a decir «ven, Señor Jesús», «mira que es tarde y el día va de caída». Porque «sólo Tú tienes palabras de vida eterna».