La esperanza nos guarda en su regazo

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Es una evidencia: nuestra legalidad mata.

En ese sistema legal de poder, la mentira es recurso necesario para que el mal asuma la forma de bien, la opresión se disfrace de servicio al bien común, de modo que los pobres sean entregados a la muerte sin que la conciencia tenga nada que reprochar.

En ese espacio reseco de humanidad, las evidencias del horror no sirven para hacer justicia a las víctimas sino para hacer rentables políticamente las tragedias.

Puede que en ese mundo nada signifiquen las palabras de un profeta, pero aún así, las hemos de recordar: “Escuchadme, jefes de Jacob, príncipes de Israel: ¿No os toca a vosotros ocuparos del derecho, vosotros que odiáis el bien y amáis el mal? Arrancáis la piel del cuerpo, la carne de los huesos; os coméis la carne de mi pueblo, lo despellejáis, le rompéis los huesos, lo cortáis como carne para la olla o el puchero.” –Miq 3, 1-3-.

Pero un día, lo sepan o no, también gritarán los devoradores de pobres: gritarán pidiendo auxilio, y el Señor “no les responderá, les ocultará el rostro por sus malas acciones” –Miq 3, 4-. En aquel día, nadie podrá ayudarles, pues ellos mismos han abierto un abismo entre su desdicha y el consuelo de Dios.

Ahora, Iglesia de Cristo, escucha la promesa del Señor: “Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

Ya puedes intuir quiénes son los que honran el nombre del Señor. Si lo deshonra el que devora la carne de su pueblo, lo honran los que a ese pueblo lo rodean de justicia y rectitud; si lo deshonran los que esclavizan a los hijos de Dios, lo honran quienes son para ellos causa de liberación.

En mi vida, honra o deshonra del nombre de Dios son realidades inseparables del trato digno o indigno que de mí reciben los hijos de Dios.

Y puede que con asombro, empieces a sospechar que el otro, los otros, los hijos de Dios, son el nombre de Dios para ti: Dios se llama huérfano, viuda, extranjero; Dios se llama hambriento, sediento, desnudo, encarcelado, enfermo; Dios se llama emigrante, refugiado, perseguido, humillado, calumniado, sin papeles, sin derechos.

¡Dios se llama Jesús!

Por otra parte, para ti que lo honras y lo amas, Jesús es el “sol de justicia que lleva la salud en sus alas”: tu paz se llama Jesús; la justicia que te viene de Dios se llama Jesús; tu libertad se llama Jesús; la gracia de Dios para ti se llama Jesús; tu salvación se llama Jesús.

Que nadie os engañe, porque muchos vendrán usurpando el nombre de Jesús: vendrá el progreso, la tecnología, el bienestar, la política, la ideología, la religión, y todos os dirán, “yo soy”; todos pretenderán hacerte creer que “el momento está cerca”, que su tiempo ha llegado. No vayáis tras ellos. Son sólo apariencia. De todo eso, no quedará piedra sobre piedra: “Todo será destruido”.

El nuestro es tiempo para la confianza y el testimonio, tiempo para la esperanza y el martirio, tiempo para la sabiduría y la caridad.

Cuanto más oscura sea la noche, más intensa se nos hace la memoria de la luz, y más se vuelven nuestros ojos al oriente, de donde esperamos que amanezca para los oprimidos el sol de la justicia.

La noche duele, en la noche morimos, pero la esperanza nos guarda en su regazo: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Ven, Señor Jesús.

Feliz domingo.