Lo interesante de este texto del Vaticano II, es que dice: el misterio “del hombre”. De todo hombre. No dice el misterio del hombre en pecado. Hago notar esto porque algunos han pensado que la encarnación está en función del pecado, de modo que, si el hombre no hubiese pecado, Dios no se habría encarnado. Pero la afirmación del Vaticano II nos orienta en otra dirección: el misterio del hombre, del ser humano con pecado y sin pecado, solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
La encarnación es querida por sí misma y no en función de un bien menor o de una ocurrencia a posteriori. Es querida por sí misma porque allí se revela algo que, sin la encarnación, jamás habríamos podido descubrir, a saber, que el humano es capaz de Dios porque Dios es capaz del hombre. Y precisamente en esta capacidad realizada, o sea, en el encuentro con Dios, está la medida de cada persona, su plenitud, su perfección. Cristo, que acoge plenamente a Dios en su vida, es (como también dice el Vaticano II) el “Hombre perfecto”, el hombre logrado, el hombre que Dios buscaba y quería desde siempre, el modelo acabado de aquello a lo que está llamado todo ser humano.
La encarnación sería así el fin siempre pretendido y buscado por Dios para que, en este mundo, los seres humanos pudiéramos conocerle del modo más perfecto posible, y para que también tuviéramos un acabado modelo de humanidad plenamente realizada.