Gonzalo Fernández Sanz
Director de VR
En un reciente encuentro organizado por el ITVR de Madrid, 120 religiosos jóvenes de diferentes países pusieron nombre a las necesidades que perciben hoy en la vida consagrada y sugirieron algunos caminos de futuro. Siguiendo el método de la conversación espiritual, escucharon la Palabra, meditaron una pregunta y conversaron en doce grupos de diez personas cada uno.
El abanico de respuestas fue amplio, pero emergieron con claridad algunas ideas que no siempre coinciden con las de los expertos en vida consagrada. Para los jóvenes religiosos, lo más urgente no es elaborar una nueva teología con categorías del siglo XXI, sino, sobre todo, asegurar una formación integral de calidad, cultivar más la experiencia de comunión y tomar en serio la apertura a los signos de los tiempos. Aunque no tuvo un apoyo tan masivo, se habló también de la necesidad de redescubrir la belleza de seguir a Jesús en comunidad.
En los últimos años hemos hablado tanto de los abusos de todo tipo (sexuales, espirituales, económicos, de poder, etc.), de la disminución numérica de los institutos, del envejecimiento generalizado y de otras arrugas personales e institucionales, que se ha hecho difícil percibir la belleza de la vida consagrada en la sinfonía de las vocaciones eclesiales. En este mes de abril en el que celebramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que confesamos al Crucificado como el Resucitado, estamos invitados a dejarnos sobrecoger por su belleza.
Jesús es “el más bello de los hombres” (Sal 44,3) en cuyos labios se derrama la gracia de Dios Padre, el rocío del Espíritu. La suya no es la belleza de quien ha pasado de puntillas por esta vida, sino la de aquel en cuyo rostro ensangrentado se manifiesta el amor de Dios a los necesitados. Esta es la belleza que ha salvado al mundo. Del Jesús muerto y resucitado emana una luz irresistible que ha iluminado nuestra vida consagrada. Nuestros ojos están fijos en Él “como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores” (Sal 122,2).
Es muy probable que el feísmo se haya apoderado de nuestra forma de vivir. Nuestra oración personal y comunitaria se ha podido deslizar por la pendiente de la rutina, de la desconexión con la realidad y de la pobreza simbólica. Nuestra vida comunitaria ha podido enfilar la senda del minimalismo, renunciando al gozo de vivir y trabajar juntos, de compartir la misión y, en definitiva, de ser uno para que el mundo crea. Nuestra misión ha podido sucumbir al funcionalismo y al predominio de la agenda personal sobre la comunitaria, perdiendo la alegría de los testigos y tomando una distancia profiláctica de la gente, especialmente de los más necesitados. Este feísmo engendra un tipo de vida gris, plano, insignificante, sin mordiente.
Si la vida consagrada está llamada a ser una parábola viviente del reino de Dios, no puede renunciar a la belleza. Las parábolas de Jesús parten siempre de la realidad, interpelan a los oyentes… y son bellas. De no serlo, no suscitarían el interés de la gente. La belleza es la rendija por la que se cuela siempre el misterio, la claraboya que nos abre a las profundidades de la realidad. Por eso, porque quieren vivir desde las raíces, porque sueñan con un horizonte de sentido, los jóvenes religiosos nos invitan a redescubrir la belleza de seguir a Jesús en la vida consagrada. Podremos invitar a otros a unirse a nosotros si somos testigos de la belleza inmarchitable que nos ha cautivado, si somos hombres y mujeres de la Pascua, si vivimos la alegría de quien ha atravesado el túnel de la crisis y el sufrimiento.
Esta belleza pascual insuflará nuevo oxígeno a nuestra manera de orar. Descubriremos el valor del silencio, de la palabra y de la música, de los símbolos litúrgicos, de los salmos bíblicos y de las oraciones contemporáneas. Disfrutaremos orando en comunidad, sin ausencias y sin prisas.
Descubriremos nuevas formas de expresar el gozo de vivir y estar juntos, sin dejarnos atrapar por el individualismo rampante. No renunciaremos al valor catártico de la fiesta. Celebraremos los pequeños signos de vida que descubrimos en nuestro entorno.
Y no nos cansaremos de hablar de Jesús y su evangelio, a veces con palabras y siempre con actitudes de apertura, compasión, escucha y solidaridad.
Sí, la vida consagrada es un reflejo atrayente de la belleza del Resucitado que puede seguir convocando a las nuevas generaciones.