Invitados de Dios:

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La palabra de Dios que hoy hemos escuchado la hemos saboreado ya muchas veces a lo largo de nuestra vida. Acogiéndola, el creyente vuelve por las puertas de la fe a la abundancia añorada de un paraíso semejante al jardín de Edén, pues adquiere la certeza de que un día, en el monte de Dios, el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, alejará el oprobio de su pueblo, aniquilará la muerte para siempre, preparará un festín para todos los pueblos. ¡Aquel será tiempo de salvación! Aquel día se dirá: Celebremos y gocemos con la salvación que nos viene de Dios.

Viene a la mente aquel banquete de fiesta que un padre pródigo manda preparar para celebrar el retorno a casa de un hijo largo tiempo esperado. Viene a la mente el banquete que mandó preparar aquel rey que celebraba la boda de su hijo. Viene a la mente aquel banquete familiar y festivo de las bodas de Caná, en el que se sirvió un vino exprimido en lagares de ternura femenina y misericordia divina.

Pero tú sabes, Iglesia amada del Señor, que la del banquete es sólo una figura, y que la realidad es más hermosa y más rica que todas las figuras. Por la puerta de la fe puedes asomarte a ese mundo real representado en la figura del banquete. Entra en el banquete de los pastores en la noche de Belén: escucharás música de fiesta en el cielo y asombro maravillado en la tierra, porque para los pobres ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Asómate en el templo de Jerusalén al banquete del justo Simeón, y verás que para él, que vivía de esperanza, el tiempo se ha hecho pleno y ya no queda nada más que esperar, pues tiene en sus brazos a Jesús y ha visto con sus ojos la salvación de Israel. En casa de Simón el fariseo, la abundancia y la dicha no están sobre su mesa, que hemos de suponer bien servida; la abundancia y la fiesta están en el corazón de una intrusa pecadora que baña con sus lágrimas los pies de Jesús. Imagina el banquete que se ofrece a la adúltera perdonada: en su mesa, para su fiesta, Jesús sirve el perdón y la vida. Pregúntale a Zaqueo por el festín que Dios ha preparado para él, y te dirá que con Jesús entraron en su casa la salvación y la alegría. Adivina, si puedes, lo que se ofrece en la mesa del banquete preparado para el ladrón que entra con Jesús en el paraíso… Por donde pasa Jesús, el amor de Dios prepara para los pobres, para los enfermos, para los pecadores, para los que viven de esperanza, “un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera”… Pecadores, enfermos y pobres pueden decir con verdad: “El Señor es mi pastor, nada me falta, tú preparas una mesa ente mí, tu bondad y tu misericordia me acompañan”.

La eucaristía que celebramos es a un tiempo figura y realidad del banquete mesiánico. Es figura, pues hay una mesa y una comida en la que todos participamos. Es realidad, pues el alimento que recibimos es Cristo Jesús, el mismo que fue salvación, alegría, paz y vida para quienes se encontraron con él en los caminos de Palestina.

Me gustaría imaginar, hermano mío, hermana mía, «tu banquete» de hoy, tu encuentro con Cristo en esta celebración, eso que sucede en lo más íntimo de nosotros mismos, en nuestro corazón, cuando el Señor entra en nuestra vida. Te pregunto: ¿Qué ha dispuesto hoy para ti el Señor en la mesa de «tu banquete»? Tú me dirás: _Allí está Cristo, allí me recibe el que me ama, allí recibo al que yo amo. Pregunto de nuevo: ¿Cómo sabes que te has encontrado con él? Y tú me dirás: _Lo sé, porque él ha dejado en mi corazón su alegría, su paz, su perdón, su salvación, su vida, su amor, su misericordia, su ternura

No deja este banquete empachos ni resaca. Deja embriagada el alma y abrasado el corazón. Ahora eres tú quien puede decir con verdad: “El Señor es mi pastor, nada me falta, tú preparas una mesa ente mí, tu bondad y tu misericordia me acompañan”.

Misterio grande es éste, pues aniquilada está la muerte aunque morimos, enjugadas las lágrimas aunque lloramos, alejado el oprobio aunque nos cubran de ignominia.

Misterio grande es éste que llena tu vida de dones tan maravillosos que buscarás una y otra vez encerrarte en tu intimidad para gustar de ellos; y, al mismo tiempo, ese misterio abre tu vida para que entren en ella con Cristo Jesús los pobres de Cristo, con tu Señor su cuerpo sufriente, con tu herencia celeste los desheredados de la tierra, con el Hijo de Dios todos sus hermanos.

Misterio grande es éste que nos ofrece abundancia en la pobreza, hartura en el hambre, gloria en la cruz.

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