HUMILDAD NO ES HUMILLACIÓN

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(Martín Gelabert). Hay palabras que, aunque designan realidades distintas, a veces resultan intercambiables y su sentido depende del contexto en el que se utilizan. Así ocurre, por ejemplo, con estas tres: humildad, humillación, modestia. Entender la diferencia que hay entre ellas puede ayudar a comprender mejor esa virtud tan cristiana como es la humildad.

La humildad no es el gusto de humillarse. Es el reconocimiento de la propia realidad a la luz de Dios. A esta luz hay que reconocer nuestra pequeñez, nuestra pobreza y, si se quiere, nuestra nada. “Yo no soy nada por mí mismo, no puedo nada por mí mismo, sino solamente en la medida en que estoy, no solo sostenido, sino promovido en el ser por Aquel que es todo y que todo lo puede” (Gabriel Marcel). Así entendida la humildad es una categoría religiosa, y en eso se diferencia de la modestia. Esta última puede ser una actitud natural o profana, mientras que la humildad está relacionada con lo sagrado. Sin duda, en el terreno profano es posible calificar de humilde a una persona modesta, por ejemplo, a un científico consciente de los límites de su conocimiento.

La humildad se sitúa en otro orden: es un modo de ser. El científico, una vez que ha tomado todas las precauciones necesarias, puede mostrarse seguro y categórico con los resultados de su investigación. Pero la humildad no tiene nada que ver con las precauciones que se toman para no equivocarse. La humildad no tiene que ver con el error, sino con el reconocimiento de que soy criatura finita y, por tanto, que por mí mismo no puedo llegar a saberlo todo, a tenerlo todo, a ser dueño absoluto de mi vida. Eso es algo distinto a la humillación. Esta es siempre degradante, por ejemplo, cuando un gobernante cruel me impone castigos injustos e inmerecidos, o cuando alguien abusa de mí. Y si la humillación me la inflijo yo mismo entonces puede ser algo patológico.

En este sentido el canto del Magnificat, aunque a veces no se traduce adecuadamente, habla de la humildad de María, de su pequeñez, de su conciencia de que Dios es el que la hace grande. Y al mismo tiempo habla de cómo Dios derriba del trono a los poderosos, que suelen ser causa de mucha humillación. Como dice un salmo, refiriéndose precisamente a los humillados, “el Señor levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre”. Porque Dios ama a los humildes y defiende a los humillados.

Un cristiano, ante las personas humilladas o sojuzgadas por los dictadores de nuestro mundo (sean del tipo que sean), no debe predicar humildad a los humillados, sino trabajar por su dignidad y su liberación. Y si predica humildad a los humillados (puesto que la humildad es una actitud ante Dios que debe vivirse en toda circunstancia de la vida), debe dejar claro que la humildad no se confunde con la humillación.