martes, 30 abril, 2024

EL SELFIE

(Card. Tolentino de Mendonça). El selfie se ha convertido en el síntoma del tiempo actual. Sobre todo si lo contrastamos con la fotografía tradicional y su papel en relación con la temporalidad de la vida: fotografiar y fijar el tiempo, como si lo prolongara, convirtiéndose en un arte de la memoria. No es casual el paso de haber revelado fotos y haberlas ordenado en un álbum, a dejar de hacerlo con el material fotográfico que simplemente acumulamos en el teléfono móvil. Significa que la función de la imagen ha cambiado. La fotografía tradicional pretendía ser un registro al servicio de la interpretación de la vida. Su procesamiento se denominaba precisamente «revelado», porque de eso se trataba, y no solo a un nivel inmediato. En su Poca historia de la fotografía, Walter Benjamin afirma, por ejemplo, que en la fotografía experimentamos el «inconsciente óptico», de la misma manera que las psicoterapias nos permiten acceder al «inconsciente pulsional». La fotografía fue testigo, de manera amplia y singular, del dominio visible del sujeto, pero también nos acercó a su campo invisible.

El selfie, por el contrario, trata sobre lo inmediato, como si el sujeto histórico se hubiera vuelto evanescente y su duración (histórica, psicológica…) se hubiera disuelto. El propósito que mueve al selfie es videor ergo sum («Se me ve luego existo»), propagado por todas partes. Pero hacer depender la existencia de este tipo de visibilidad da la razón a lo que el psiquiatra italiano Giovanni Stanghellini escribe en un ensayo reciente: «la naturaleza instantánea del selfie es similar a la temporalidad hambrienta y sin aliento de un ataque bulímico». De hecho, para comprender la bulimia contemporánea, que nos hace a todos productores de imágenes ininterrumpidas, debemos buscar la razón subyacente que permanece oculta, y que es una anorexia dramática en la relación con propio ser.

Si la fotografía tradicional nos permitió decir «soy esta persona», el selfie pretende hacernos decir «mira, estoy aquí». Pero este «aquí» es un espacio atópico y errante que nunca se habita. Por eso el selfista se caracteriza por ser un turista y no un viajero. Por lo tanto, nos equivocamos si pensamos que el selfie sirve para marcar nuestro paso por cierto lugar: es más bien el resultado de una radical desterritorialización de la vida.

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