En el libro de los Proverbios 4,23, leemos: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida».
En la Biblia, la palabra corazón (en hebreo lêb, lêbâb; en griego kardía) aparece con mucha frecuencia (más de 900 veces), aunque la mayoría de ellas con sentido metafórico. En la mentalidad semita, el corazón es el órgano central del cuerpo en el cual radica la vida física y la vida espiritual, así como la intelectual y afectiva (es decir, el hombre interior). Dios penetra el corazón humano, lo escruta, prueba, purifica y renueva (Sal 7,10;51,12, Ez 36,26), para escribir en él su ley (Jr 31,33) y pedirle su amor (Dt 4,29). Un corazón sano escucha la Palabra de Dios (Os 2,16) y se humilla ante el Señor (Sal 51,17).
La fórmula del Shemá (Dt 6, 5-6): “Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”, diferencia tres niveles indisociables en la vida humana: el corazón, sede de las decisiones; el alma, expresión de los deseos; y la fuerza de voluntad.
En los Evangelios, el término griego aparece 162 veces. Jesús alude al corazón como fuente de las intenciones buenas o malas: Mc 2,6, Lc 3,15, Lc 21,14, Jn 16,6. Nosotros solo vemos lo que aparece a nuestros ojos, lo superficial que se hace visible, pero Dios conoce nuestro interior: Mt 9,4, Mt 22,18, Lc 9,47, Lc 16,15, Jn 2,25, Jn 4,28, Jn 4,39. Jesús llama bienaventurados a los limpios de corazón, Mt 5, 8.
La primitiva comunidad eclesial está llamada a ser un solo corazón y una sola alma (Hch 4,2); el autor recurre a la tautología cor unum et anima un (en hebreo, cor unum en Ez 11,19; en griego anima una en Ética a Nicómaco, IX, 8,2 de Aristóteles).
Carlo Maria Martini[1] se refiere a la bondad de corazón según el apóstol Pablo: en la carta a los Romanos 12,9-11: “Detestad lo malo y abrazaos a lo bueno. Amaos de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la mutua estima. No seáis perezosos para el esfuerzo; manteneos fervientes y prontos para el servicio del Señor”.
Por la fe se iluminan los ojos del corazón (Ef 1,18); por la fe habita Cristo en los corazones (Ef 3,17). En los corazones de los creyentes se derrama un espíritu nuevo (Gál 4,6 y Rm 5,5). El corazón nuevo es un don y promesa de Jesucristo: recibir la palabra en un corazón bien dispuesto (Lc 8,15), amar a Dios de todo corazón (Mt 22,37, perdonar al hermano del fondo del corazón (Mt 18,35). Los corazones puros son iluminados por el Señor resucitado: Mientras les hablaba, su corazón ardía en su interior (Lc 24,32).
Hoy se habla de cuidar el corazón (órgano del cuerpo humano) con ejercicio y alimentación sana, sin excesos de ningún tipo; todos sabemos que la vida humana depende de este órgano que con sus latidos asegura la energía vital. La palabra y la imagen del corazón son habituales en muchas culturas para expresar, con mayor o menor profundidad, los sentimientos amorosos, la bondad y la maldad de la persona, el ámbito de la sensibilidad y afectividad personal. El Papa Francisco en su primera homilía el 19 de marzo de 2013 pidió al mundo ser custodios de la creación:
Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.[2]
Guardad vuestro corazón, me refiero al corazón espiritual. El Señor nos pide que guardemos lo más profundo de nosotros mismos, nuestra mente, nuestra voluntad, nuestras emociones, nuestra conciencia, porque nuestros deseos y nuestras decisiones se gestan en el corazón… el bien y el mal surgen ahí, en el corazón, hasta circular por todo el cuerpo. En nuestro corazón, surgen casi automáticamente la acogida y rechazo, se encienden los deseos y se alimentan las dudas. En el corazón nos disponemos para ser lo que estamos llamados a ser, por esto guardad vuestro corazón. Nuestra relación con el Señor comienza en y con nuestro corazón y es mantenida por nuestro corazón. El Señor ha tocado nuestro corazón, nos ha llamado con nuestro nombre propio.
Que nada ni nadie robe el corazón de la vida religiosa, porque “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21), nos dice el Señor.
Cuando el amor del Señor toca nuestro corazón, lo enciende e inflama y su amor desborda. Con los años, el corazón se gasta y debilita, pero el amor purificado nunca se apaga: Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti, san Agustín[3]. ¿Qué inquieta nuestro corazón? ¿Qué hace que el amor se apague? La dejadez diaria, la falta de expresión y de dedicación al amor de nuestra vida humana o espiritual van debilitando nuestro corazón.
San Ignacio habla de las consolaciones y desolaciones. ¿Qué pensamientos aparecen persistentemente en mi interior?, ¿me colman de paz y serenidad o entro en desasosiego, tristeza y culpa? Escuchemos nuestro corazón, dejémonos llevar por el corazón encendido del amor de Cristo. Dejemos que nuestro corazón se conmueva ante el dolor del mundo: A Jesús, se le conmovió el corazón (Mc 1,41; Mc 6,34).
¿Qué nos hace vibrar, qué nos mueve y conmueve? Nos movemos en el ámbito de lo afectivo; el corazón es la fuente de las motivaciones, sede de las pasiones, centro del pensamiento y de la consciencia, donde van asentándose nuestras actitudes, afectos, emociones y pasiones, nuestra inteligencia y voluntad. El corazón humano debe descubrir qué es lo que verdaderamente colma su sed más profunda: ¿A quién entrego mi corazón?
Para guardar el corazón son claves la oración, la lectura de la Palabra de Dios, la participación en la liturgia y los sacramentos, las obras de caridad. Toda persona debe autoexigirse fidelidad, prudencia y honestidad; rechazar pensamientos y deseos dañinos, palabras hirientes y vacías, ideas confusas y ambiguas, acciones y gestos impropios… Por nuestra mirada, nuestras palabras y nuestras acciones, se conoce nuestro corazón. Que en nuestro corazón vivamos en una continua intimidad con Dios, para amar cada vez más y mejor al Señor: Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, Mc 12,30.
Guardad vuestro corazón solo para el Señor.