«Acercándose, abrazaron sus pies y le adoraron” (Mt 28, 9)

El Señor ha resucitado

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!El Señor ha resucitado! No puede ser casualidad que los cuatro evangelistas (que relatan a su manera la experiencia de la resurrección de Jesús) pongan a mujeres como primeras testigos de la Resurrección; para poder entrever la importancia de ello, no olvidemos el irrelevante papel de las mujeres en las cuestiones públicas en el contexto de la época, así como la imposibilidad de dar credibilidad al testimonio de la mujer. Para Jesús las mujeres forman parte de ese grupo fiel de seguidores, aunque no sean los doce elegidos; y los autores de los Evangelios es posible que hayan querido subrayar esa predilección de Jesús por las mujeres, uno de los grupos vulnerables de la sociedad. Puedo afirmar que nuestra fe (mi fe) no se ve para nada mermada por las interpretaciones más críticas que puedan darse: El Señor ha resucitado, y ha resucitado para darnos vida en Él.

Bien de mañana, las mujeres corren hacia el sepulcro entre el gozo y el miedo. Han estado esperando que empezara a clarear el día para ello; de hecho, apenas han podido cerrar los ojos, estaban pendientes de no olvidar nada para ennoblecer la tumba de su Amado. Son las mujeres que han acompañado, más o menos cercanas, a Jesús camino del calvario. Ellas siempre van cargadas con sus cosas, personales o no, para dar de beber o comer, secar, curar… son madres, y los hijos las necesitan, necesitan sus cuidados, sus atenciones, sus mimos… no importa la edad. Siempre hijos, siempre madres, sobre todo, madres de la humanidad herida y sufriente.

Las mujeres seguidoras de Jesús por Galilea o Samaria, camino de Jerusalén. Mujeres, amigas de Jesús, discípulos fieles que sin duda servían al Maestro y lo admiraban. Curiosamente, sin pensarlo, cuántos nombres de mujeres empiezan a escribirse en mi mente: Marta, atenta sin medida para complacer al Maestro; María, su hermana, seguro que, más serena y reflexiva gozaba, de la presencia contemplativa del Señor. María Magdalena me recuerda la gratuidad del amor que se derrama a los pies del redentor; y ¿la mujer de Samaria?, a mayor perdón mayor amor. Me recuerda que son mujeres reales de la época. Hoy también existen: las que sirven y pecan y aman, todo al mismo tiempo.

Bien de mañana, han salido hacia el sepulcro; están ansiosas; seguro que también tristes y algo decepcionadas: el Maestro ya no está con ellas. Corren para cumplir con las costumbres de la época, es su Maestro y Señor. Mujeres prontas al servicio, totalmente para los demás en la vida y en la muerte. A mí no me sorprende, las mujeres son así, de dentro sale este atender al hermano, al amigo, a la humanidad, porque todavía duele hoy la Pasión de Jesús.

Jesús ha resucitado, y les sale al encuentro. No podían ni imaginarlo, y su reacción inmediata explica asombro y gozo interior que rompe con cualquier comportamiento mesurado y controlado establecido por entonces: «acercándose, abrazaron sus pies y le adoraron” (Mt 28, 9). Tres movimientos en un solo tiempo: acercarse, abrazar, adorar, que describen la fe de las mujeres que ardía en su corazón. Qué rapidez la de estas mujeres que no quedan paralizadas por el temor; así son las mujeres, rápidas, prontas, decididas y seguras: ¡Es el Señor! , y ante él, de rodillas, lo abrazan y lo glorifican.

Acercarse allí donde pocos van, a las periferias de nuestro mundo: los suburbios de nuestras ciudades, la soledad de tantos ancianos, el sufrimiento de los enfermos, la muerte de la guerra… hay muchas tumbas en nuestro mundo, mucha muerte que sin saberlo espera la Vida del Resucitado, nos espera a nosotros para que proclamemos el misterio de la Vida sobre la muerte. De abajo hacia arriba, siempre así; el servicio nace de abajo y lo dignifica. El servicio de las mujeres siempre mira hacia abajo, al que lo necesita, al que más lo necesita, el más pequeño, abandonado, ridiculizado y maltratado para devolverle su dignidad humana de Hijo de Dios. Abrazar es acoger o abrigar; quien abraza está abriéndose para que el otro entré a formar parte de uno mismo. Abrazar es dar la bienvenida, pero también es despedir, despedir pero permanecer en la memoria del corazón que ama; abrazar es comunicar el calor de la madre que sigue cuidando y comunica la fortaleza para seguir caminando. Abrazar es proclamar: ¡Verdaderamente, el Señor ha resucitado!

El don de la fe es la plenitud de la Resurrección. Las mujeres son privilegiadas, las primeras en reconocer al Resucitado, en cantar su fe y en testimoniar el gozo de ver el rostro del Señor con nueva luz.

Las mujeres del Evangelio son testimonios de la fe de la mujer de todos los tiempos. Sensibles a la vida, dadoras de vida, protegen y dignifican la vida; lloran el nacimiento y la muerte. Expresar sus sentimientos, su ternura de corazón que les remueve las entrañas, las hace cercanas a la humanidad de Jesús y a la humanidad de nuestro tiempo. No se avergüenzan de ser mujeres y correr para comunicar el gozo de la Resurrección; no se avergüenzan de ser rechazadas o, por lo menos, cuestionadas cuando los discípulos no acaban de creer su testimonio. Ellas, con o sin nombre conocido, manifiestan su fe en el Señor de la Vida, en el Hijo de Dios que las ha hecho hijas muy amadas y hermanas con todas las mujeres y hombres del mundo. Con la Resurrección en primer lugar a las mujeres, el Señor manifiesta su amor a los pequeños del mundo; porque el Señor se enamoró de los pequeños del mundo, nació de una mujer como tantas otras: María de Nazaret, su Madre y nuestra Madre. El misterio de Dios es el que se revela primero a los pequeños, a los que más vacíos están de poderes, riquezas, de sí mismos, porque son estos los que son libres, prontos a dejarse llenar por la gracia.

Me gustaría pedir al Señor, yo -nosotros- que he recibido el don de la fe, que me deje renacer, en esta Pascua de Resurrección: ir a la tumba, reconocer lo que en mí puede quedar de muerte y abandonarlo para siempre. Porque la tumba vacía anuncia la Vida del Señor en mí. Solo así, ligera de cargas, capaz de ver con mirada nueva, es posible correr hacia la Luz que resplandece y acercarse, abrazar y alabar al Señor resucitado.

¡El Señor ha resucitado y sigue entre nosotros!

Nosotros somos hoy los testigos de la resurrección, los que con nos acercamos a nuestro mundo y lo habitamos; lo abrazamos y comunicamos el gozo de la Vida, incluso en el dolor y el sufrimiento; somo la esperanza del resucitado en nuestro mundo y cantamos su gloria por siempre.

 

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