Cuando contemplamos los desiertos de nuestro mundo, desiertos de exclusión, de indiferencia, de desamor… nos da esperanza percibir que, de un modo u otro, siempre encontramos hombres y mujeres que se acercan a esos desiertos del desamparo buscando la vida, llevándola. Personas que permanecen días y noches a los pies de una cama de hospital, las que se entregan junto a niños a los que se ha arrebatado la infancia, las que ayudan a poner de pie a mujeres violentadas y quebradas, las que alumbran anónimas historias de solidaridad y ternura en el horror de las guerras… ¡Si pudiéramos contabilizar tantos gestos cotidianos de Reino que se producen en nuestros desiertos contemporáneos! Nos hace bien contemplarlos y agradecerlos. He tenido la suerte de compartir un encuentro con un grupo de claretianos en torno a las invitaciones del Papa Francisco a nuestras vidas y juntos hemos recordado esos gestos arriesgados, sanadores, valientes, entrañables, evangélicos… que él ha ido desgranando a lo largo de su ministerio, gestos que llegan allí donde las palabras pierden su fuerza, o no pueden ser recibidas, o se desgatan y vacían, y donde solo el “cuerpo a cuerpo” es capaz de gestar la vida, de curarla, de repararla… Somos llamados a seguir a Aquel que dejó memoria de su vida en gestos bien concretos, que abrazó a intocables, que se dejó ungir, que lavó pies, que partió panes, que brindó, que lloró ante el dolor de otros, que acarició… ¿Qué experimentaríamos si quitáramos la voz a la “película” de nuestro día a día, si de pronto nuestras palabras no pudieran escucharse y en el camino de cuaresma solo nos valieran los gestos?
Casualmente dos amigos religiosos han coincidido en recomendarme un libro, siempre ayuda leer algo que acompañe el momento que vivimos: “El olvido de sí”, de Pablo d’Ors, se muestra como excelente compañero en este tiempo. Es la existencia novelada de Charles de Foucauld narrada en primera persona de manera bella, honda y ungida. Su propia vida, expuesta ante sus queridos tuareg, se convirtió finalmente en una inconfundible señal que apuntaba más allá de él, en un signo de desapropiación y de transparencia hacia un amor más grande. Fue un ser humano puro de corazón, incapaz de dañar. Cuando miramos el rostro de este hermano de todos, cuando recibimos su luminosa y humilde presencia, somos remitidos a Otro, sin necesidad de palabras, con el amoroso gesto de su rostro tomado y modelado por su bien amado Jesús.