Me encanta la gente a la que nada, ni nadie, consigue robarle la alegría. No es solo cuestión de voluntad, creo que son personas con “duende”, con arte que, ciertamente, viven la vida y nos ayudan a entenderla.
Si algo evidencia la raíz del Espíritu cuando ilumina una vida, esa es la alegría y la capacidad para contagiarla. Y esto se hace evidente en un buen número de consagradas y consagrados. A ellas y ellos quiero agradecer que, con su vida, dignifican un modo de estar en el mundo iluminando, sin deslumbrar… y me parece esencial.
Personalmente, estoy un poco cansado, más bien bastante, de la sucesión de recetas y ocurrencias que solemos verter para que la vida en las comunidades sea feliz. Se proponen, sin continuidad alguna, aquellos “polvos mágicos” que alguien oyó que fue bien en tal sitio, provocó una sonrisa en otro, o abrió “un tiempo de paz”, vaya usted a saber dónde. Se siguen recomendando artificios de cuando los ancianos actuales fueron jóvenes, sin caer en la cuenta que aquellos jóvenes ya no existen, ni su mundo tampoco… ni, por supuesto, su alegría. Lo cierto es que algunas personas en el ministerio de animación hacen desembocar no pocas ocurrencias que, francamente, desaniman. No hay misterio más grande que la persona, ni ministerio tan delicado como su cuidado, no es de recibo, por tanto, que hagamos depender la salud, equilibrio y fecundidad de las personas de ejercicios de “arte sin arte”.
Creo que la clave está en la gente con arte que lo tiene y lo puede regalar sin forzar. Que sabe vivir comunicando sin pretender enseñar. Gente que sabe vivir al lado de otros u otras porque ha descubierto que la grandeza de su vida son los otros y no el tratar de lucirse, sobresalir o buscar “no sé qué” mediocre reconocimiento. Hay personas que iluminan la vida sin pasarla por un examen; que estimulan al bien sin empujar a reconocerlo; que invitan a la reflexión sin forzarla… Tengo que decir que frecuentemente, en cada congregación e instituto; en cada conferencia de religiosos y religiosas; en cada consejo… con las personas que frecuentemente me encuentro en mi comunidad, Dios me premia con el hallazgo de personas así, con luz. Y además, me gusta reconocer que gracias a ellas uno siente un estímulo interno y poderoso a intentar, cada día, acercarse al bien.
Es curioso porque quienes tiene este don no lo alardean; ni vociferan… a penas susurran, pero su sonrisa es sincera, capaz de aunar e integrar. Son los que hablan poco de trabajo en equipo y comunión, porque tienen el corazón ya bien compartido y repartido; necesitan poco texto porque la melodía de su vida ya es un sonido que habla de amor real, de un compartir real… de un vivir real.
Me encanta la gente con luz que relativiza las cosas. Que sabe lo que le importa. Que da un paso adelante por la verdad. Que cree en la persona más que en la institución. Me encantan los consagrados que se siguen emocionando cuando descubren el paso de Jesús por las vidas; los que siguen esperando porque saben que Dios es espera. Me encantan aquellos a los que no les sobra nadie y cuentan con todos. Los que usan palabras normales, usan una voz normal y descubren al Espíritu en una vida normal.
Y me encanta, sobre todo, que estos consagrados existen. Están y sostienen la esperanza en infinidad de instantes perdidos y sin publicidad. Me encantan porque están enamorados de la vida, sin hacerla meliflua y, además, tienen verdad en sus vidas: hablan con Dios y contigo con el mismo sonido, intensidad y valor.