En el misterio de la Ascensión del Señor, la fe nos enseña a admirar lo que se refiere a Jesús, y a gustar lo que se refiere a nosotros.
La imagen de una ‘ascensión’ o ‘subida de Cristo Jesús a lo alto’, sugiere dos aspectos esenciales de este acontecimiento salvador. El primero: Jesús ha entrado en la gloria de su Padre. El segundo: Jesús se separó de sus discípulos.
A la luz de la fe has visto a Dios limitarse por amor en el mundo que ha creado. Has visto a Dios concebido y vulnerable, como un hijo de hombre, en el seno de una madre. Lo has visto bajar hasta lo hondo de la condición humana: envuelto en pañales como un niño, ungido como un siervo para evangelizar a los pobres, desnudo como un criminal en una cruz, envuelto en un sudario y puesto en un sepulcro, llorado como un muerto entre los muertos.
Ahora lo ves glorificado, “encumbrado sobre todo”, con un nombre que sobrepasa todo nombre, “de modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo”.
Y sabes que el Señor ya puede comenzar a ‘separarse’ de los suyos, pues, al verlo en su gloria, conocieron la esperanza a la que también ellos habían sido llamados. En su Ascensión, Cristo Jesús se separó de sus discípulos dejándoles como herencia y misión una esperanza cierta y una gran alegría.
Y con esa herencia, para compartirla, salimos nosotros a los caminos, entramos en los hospitales, subimos a pateras y zodiacs, visitamos las cárceles y le robamos víctimas a la tristeza, a la esclavitud y a la muerte.
“La ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo”.
Feliz domingo.