Sabemos que los llamados “evangelios de la infancia” no son históricos, no ocurrió todo necesariamente como nos narran los evangelistas, especialmente Mateo y Lucas. Forman parte de un “género literario” del Antiguo Testamento, son como “esquemas semejantes” que se repiten –más o menos- con algunos personajes bíblicos. También con Jesús. En aquella época, la infancia y hasta la juventud de la gente no guardaba mucha importancia… nadie sabía cuándo era su cumpleaños, cuándo había nacido… era algo fuera del interés común. Por eso tampoco sabemos con certeza la fecha, ni siquiera el lugar exacto donde nació Jesús. La Iglesia ha tomado el 25 de diciembre, día cercano al solsticio de invierno en el hemisferio norte, cuando comienzan a “crecer los días”, para simbolizar a Jesús como la “luz del mundo” que empieza a abrirse paso precisamente a partir de esos últimos días del año civil. Tampoco sabemos si nació o no en Belén: muchos autores se inclinan a pensar que nació en Nazaret y que Belén se impuso en el imaginario judeocristiano de los primeros siglos recordando las profecías del Mesías esperado por todos los judíos.
Pero nada de esto es importante o decisivo para nuestra fe. Lo realmente significativo es que “el Misterio de Dios penetra en el corazón del Universo y de todos y cada uno de los seres pensantes, nosotros los humanos”. Jesús era un hombre de carne y hueso, igual a nosotros en todo (“menos en el pecado”), pero era -de un modo “misterioso” que la Ciencia no puede ni debe intentar explicar- “además”, el Hijo de Dios, el mismo Dios entre nosotros. “Nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu, Hijo de Dios”, nos dice San Pablo.
Esto es un “misterio” como tantos otros de la existencia humana: la misma vida, la muerte, el amor, la conciencia humana… Dios “rompe” el Misterio de la soledad y el sinsentido humanos para ser “Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros’”, nos dice el evangelio de Mateo de este último domingo de Adviento. Esta es «la gran osadía de Dios». San Mateo se fija en José para entroncar a Jesús (“según la carne”) con el pueblo judío; San Lucas lo hará a través de María. Pero Jesús no es “un profeta más”, sino la misma presencia del Absoluto del Misterio de Dios en la Humanidad. Dios se encarna, se hace humanidad, se hace cultura, entra en la Historia y desde entonces (y desde los mismos orígenes de la Creación) nuestro Dios es un Dios que se revela, -como nos recuerda el Vaticano II- que no está ausente del mundo y sus afanes, que no dormita el sueño de la eternidad, que no está cruzado de brazos ajeno al sufrimiento humano, que no es un “arquitecto” que construye y olvida. Jesús asume y sintetiza en Sí mismo, “abarca”, el misterio del hombre y el misterio de Dios. Por eso el nacimiento de Jesús, la fiesta de la Encarnación (dicho con más propiedad) es motivo de alegría y luz para los creyentes; incluso para todas las personas “de buena voluntad” que “presienten” en su conciencia -de algún modo- la existencia del Misterio de lo Absoluto, el Misterio siempre insondable de Dios.